miércoles, 13 de junio de 2012

Kabe-otoko 壁男

—Vive en mi casa—me dijo Miguel muy asustado—. Me vigila constantemente, no me deja solo y espera el momento exacto para matarme.
Me dieron miedo sus comentarios y no sabía qué decirle, era sólo un niño que no levantaba un palmo del suelo y nunca había lidiado con alguien así anteriormente. Lo que más me extrañaba es que cuando lo conocí era un niño alegre, simpático, divertido y le gustaba jugar todo el tiempo, decir chistes y jugarles bromas a todos pero de manera blanca, sin daños a terceros. Era agradable, amable y lucía lleno de bondad. Sin embargo con el tiempo todo eso se había perdido.
Ambos vivíamos en la factoría de PEMEX, en Nanchital, Veracruz. Un buen lugar para vivir ya que al ser una colonia cerrada vivíamos en la total libertad. Podíamos jugar hasta la medianoche sin temor a perdernos, nunca se había escuchado de un robo en ningún hogar, y de hecho jamás tuvimos llaves de nuestras casas ya que todo era tan seguro que las viviendas se mantenían abiertas las 24 horas del día.
Vivíamos a salvo y sin ninguna preocupación en el horizonte.
O por lo menos eso creía yo hasta el día que lo hallé muy nervioso mirando fijamente la pared.
Ese día había pasado a su casa como lo hacía de vez en cuando, entré por la puerta de la cocina sin avisar y me encaminé a su recámara como si fuera la mía. Abrí la puerta y lo vi observando fijamente el muro sin decir o hacer nada. Parecía una estatua, una escultura que ni siquiera respiraba. Sólo veía una mancha en la pared con una mirada de sorpresa y de intriga combinada.
—¿Qué pasa?—le pregunté.
Tardó un par de minutos en darse cuenta que estaba ahí y de hecho tuve que manotear en el aire para que se enterara.
—¿Qué pasa?, te digo.
Giró la cabeza levemente y con el dedo índice señaló el muro. Le vi una expresión tan extraña que enseguida volteé la cabeza y observé la mancha muy sorprendido. Al principio no le encontré forma, era una simple suciedad en la pared que no parecía nada. Sin chiste, sin perfil. Pero a medida que más la observaba una ligera forma comenzaba a resurgir, lentamente, como si el tiempo avanzara extremadamente lento. Entrecerré la mirada llamado por la suciedad y poco a poco comencé a notar una imagen familiar.
—¿Ves los ojos?—preguntó, y sin desearlo asentí. No podía negarlo, en la suciedad, entre la textura del muro, la iluminación y las ligeras rasgaduras de la pared podía apreciarse dos extraños ojos.
—Sí—dije.
—Me está viendo.
—¿Quién?
—Él—dijo y se abalanzó contra el muro dando una patada y dejando la huella de su zapato entre la figura humana.
Luego sonrió y regresó a su estado normal como si no hubiera pasado nada. Yo le seguí la corriente y jugamos media tarde antes de irme a casa.
Al llegar me encontré a mi madre leyendo un libro de medicina ya que era la directora del hospital de Nanchital, y le pregunté sobre lo que había visto.
—Eran dos ojos, ma—dije—, y nos miraban fijamente.
—Se llama Pareidolia—afirmó con seguridad—. Es un fenómeno psicológico en el que una imagen es percibida erróneamente como una forma reconocible. Si ves las nubes al rato notarás que tienen forma reconocida, algún animal, un rostro, un juguete, algo que ya conoces. Pero eso lo hace tu cerebro, no es que sea algo real.
>>No eran dos ojos, era sólo la apariencia de dos ojos, ¿entiendes?—dijo y me quedé más tranquilo.
Pero Miguel no.
—Es un truco de tu mente—le intenté explicar cuando lo vi asustado—. No hay nadie, sólo es la apariencia de alguien—dije tratando de repetir las palabras de mi madre sonando lo más adulto posible, pero Miguel no me hizo caso.
—Ven—agregó y me llevó a su habitación—. Mira—señaló la mancha de su zapato en el muro. Y me pareció raro. Recordaba la huella del zapato y podía asegurar que cuando colocó el pie en el muro cubrió de lleno la mirada de la figura en la pared. Sin embargo, los ojos estaban cinco centímetros más a la derecha, como si se hubiera movido.
—Yo lo pateé—dijo—, lo cubrí. Y ahí están.
—No puede ser, a lo mejor fallaste y no nos dimos cuenta.
—Te juro que lo pateé.
—Pero míralo, está a sólo unos centímetros. A lo mejor fue tan rápido, y como nos fuimos corriendo para jugar no nos dimos cuenta.
—Sí, puede ser—respondió pero no se convenció del todo.
—Bueno, para que estés más tranquilo vamos a lavarlo—afirmé. Fuimos por una cubeta que llenamos de agua enjabonada y con un trapo lavamos la mancha en la pared hasta que quedó completamente limpia sin rastro alguno de suciedad.
Sólo así Miguel se sintió más tranquilo. Jugué un poco en su casa y después me marché.
Al día siguiente me lo hallé en el patio de su casa observando el muro. No había ninguna mancha, pero la textura de la pintura que se caía a pedazos en la esquina, junto con la iluminación que le caía del sol podía formar una figura humana, dos enormes ojos, una nariz, algo de cabellos y una boca enorme con unos filosos dientes que daban ganas de salir corriendo huyendo de ese terrible ser como si el alma se nos fuera en ello.
Recordé las palabras de mamá y me repetí a mí mismo que todo era una ilusión, que no había nada, que era sólo una figura reconocida por mi propio cerebro, eso y nada más.
Pero la mirada de Miguel lo decía todo.
Tenía miedo en sus ojos y nada de lo que podía decirle lo haría cambiar, ni siquiera cuando giramos de ángulo y al ya no caer la misma iluminación en la textura, la figura se había ido.
—Ya ves, es sólo ilusión. Si lo ves desde otro lado desaparece.
Pero no dijo nada, sólo asintió con la cabeza sin mucho agrado.
Después de eso yo mismo comencé a ver figuras por todos lados.
En el baño, si me quedaba viendo la pared mucho tiempo podía reconocer un rostro; en el piso podía ver animalitos; en los pliegues del pantalón; en las formas de la nubes; en el acomodamiento de la comida, en todos lados y me asusté.
Un día tuve una pesadilla y me desperté bañando en sudor.
—Má—grité una y otra vez hasta que ella vino a mí y me abrazó con cariño.
—¿Qué pasa?—dijo prendiendo la luz.
—Está aquí—afirmé.
—¿Quién?
—El hombre del muro—y le expliqué lo que veía.
Recordó la pregunta del otro día y me explicó una vez más lo que en realidad era.
—Ves lo que quieres ver—aseveró con seguridad—. Si estás asustado verás figuras terribles, pero es sólo una broma de tu mente. No pienses cosas feas, piensa cosas bonitas—dijo y empezó a bromear.
Apagó la luz, abrió la ventana y dejó entrar un poco de iridiscencia lunar que iluminaba levemente la habitación. Entonces buscó figuras en la recámara.
—Mira esa—dijo y señaló una sombra en la pared—. Parece un conejito, ¿a que no? Ve sus orejas, sus patas y el rabito. Y lo dibujó con el dedo hasta que lo descubrí y asentí divertido—Aquél parece un osito comiendo una zanahoria—y lo vi. Efectivamente era un oso pequeño con una zanahoria gigantesca que me dio risa. Y así comenzó a indicarme diversas figuras, todas agradables, divertidas, y el miedo se esfumó como un mal sueño. A partir de ahí nunca más volví a preocuparme por ninguna figura en el muro, ya que cuando veía algo que ligeramente me asustaba, antes de preocuparme cerraba los ojos y le buscaba la figura divertida que me arrancaba el miedo como si nada malo existiera.
En cambio para Miguel fue lo contrario.
Él veía siempre la misma figura humana a cada momento. No le hallaba forma de animalitos o de nada gracioso, únicamente era el rostro de un hombre que lo perseguía a cada momento y esa idea comenzó a obsesionarlo cada vez más. Así que con el tiempo Miguel se tornó callado, asustadizo, miraba por encima de su hombro, dejó de ser divertido y evitaba los espacios cerrados. Especialmente el concreto.
—Se mueve por las paredes—me aclaró—. Camina por los muros, pasa por el pavimento, se arrastra por los techos y finalmente llega a donde estoy, sea el lugar que sea. La madera no le sirve, no puede caminar por el pasto, y no hay forma de que se mueva por el aire, tiene que ser pared, tiene que estar comunicado siempre por el concreto.
Lo llamó El hombre muro. Y se movía constantemente por entre lo sólido del concreto y era la manera que tenía para vigilarlo.
Miguel no se sentía a salvo, se obsesionó con la idea de que el hombre muro siempre estaba detrás de él y lo seguía a todas partes valiéndose del sólido para trasladarse, de una casa a otra, de un parque a otro, incluso de una ciudad a otra; siempre moviéndose por entre los pisos, los techos y los muro.
—Vive en las paredes—repitió y se ensimismó tanto que los demás niños se cansaron de él, decía que había dejado de ser divertido y comenzaron a evitarlo. Yo me asusté, lo confieso y me asusté por él. Al rato sus padres lo llevaron con un psicólogo que trató de escucharlo y comprenderlo pero hizo cualquier cosa menos eso. Recibió tratamiento y le recetaron medicinas lo que lo cambió aún más tornándolo seco, frío, pálido, y aterrado.
Se negó a permanecer en casa y evitaba el concreto, pasaba largas horas en el monte, entre los árboles y dormido en el pasto que cuando sus padres lo querían meter a la casa a la fuerza comenzaba a gritar desesperadamente y patear todo lo que estuviera enfrente.
—"El hombre muro"—gritaba irremediablemente y tenían que sedarlo para que pudiera dormir en casa.
Al poco tiempo decidieron mandarlo a un hospital en Minatitlán y dejé de verlo. Le pregunté a su familia por él y sólo afirmaban que estaba en tratamiento, que al poco tiempo regresaría a casa y esa respuesta se hizo tan monótona que simplemente dejé de preguntar por él.
Al menos del año se habían mudado de casa y le perdí el rastro. No volví a saber hasta 12 años después por accidente.
Tenía yo 18 años, recién había terminado el bachiller y aún no sabía exactamente qué carrera estudiar, sólo sabía que me gustaba escribir y deseaba estudiar algo relacionado a ello. Mi padre había encontrado un aviso en el periódico de un taller de creación literaria en el Claustro de Sor Juana y fue mi primer acercamiento con mi universidad.
Tomé el curso, aprendí la estructura de los tres actos y por primera vez me sentí fuera de casa, alejado de mi vida en Veracruz, por lo que cuando hallaba algo relacionado a Coatzacoalcos o Nanchital lo disfrutaba de sobremanera y me sentía más en casa; por esa razón me agradó toparme con Andrés en el metro de la línea rosada.
—Ey, Andrés. Soy yo: Alejandro—le dije y se nos hizo raro hallarnos tantos años después en la ciudad de México.
—Si nos hubiéramos puesto de acuerdo no nos encontramos—dijo y conversamos como los viejos amigos que éramos a pesar de que hacía algunos años que no lo veía.
Hablamos de sus planes de vida, yo le dije que aún no sabía el mío y la pregunta obligada fue sobre los demás amigos: Juan estaba bien, se había ido a estudiar a Guadalajara administración; Edgar quería ser piloto aviador y se fue a la naval de Veracruz; Rosas aún no sabía pero estaba pensando irse a Monterrey a estudiar medicina, y entre todos los mencionamos terminamos en Miguel.
—¿Y qué pasó con él?
—¿No lo sabes? —cuestionó extrañado.
Negué con la cabeza y me dijo que estaba en el manicomio.
—¿Y eso?
—Nunca se recuperó—aclaró—. Se obsesionó tanto con la idea del hombre muro que nunca logró salir de eso. Lo tienen encerrado en un cuarto acolchonado, está aquí en México—mencionó y me dieron ganas de verlo.
—¿Se le puede visitar?
—Supongo, no lo sé. La verdad no lo he ido a ver—mencionó—. Pero puedes pedirles permiso a sus papás—y me dijo cómo contactarlos.
Para esa noche lo pensé muy bien, no sabía si hacerlo o no pero había sido mi amigo y sí tenía muchas ganas de verlo. Así que al día siguiente les hablé por teléfono y luego fui a verlos en la colonia roma.
—Está peor—me dijeron—. Lo mantienen con camisa de fuerza y no quiere ver nada, prácticamente vive con los ojos cerrados. Afirma que si los abre, el hombre muro le saltará encima—dijo la señora y se echó a llorar.
Me quedé callado un momento dando tiempo a que se limpiara las lágrimas y después me atreví a preguntarle si podía visitarlo, al principio no estaban seguros si aceptar pero luego el señor pensó que sería buena idea, que quizá se sentiría bien si viera una cara conocida. Así que me informaron dónde estaba, lo comunicaron al hospital psiquiátrico y en un par de días ya tenía pase para entrar.
La primera vez me causó mucha impresión.
Tenía miedo de ir, no deseaba verlo en ese estado pero sentí que se lo debía, cuando niños él solía visitarme en casa, me hablaba por teléfono y le agradaba mi compañía por sobre los demás, a pesar de que siempre he sentido que no necesariamente recibía el mismo afecto por parte mía, pero nunca le deseé mal y siempre lo recibí con gusto.
Se lo debía, me dije a mí mismo y me encaminé al sur de la ciudad para verlo.
Reconocí que era un hospital psiquiátrico por la arquitectura.
Era un edificio de cuatro pisos que anteriormente había sido una mansión a mediados del siglo XIX, no tenía entradas de emergencia sólo una puerta principal con enormes escalones así como varios arbustos a los lados y podía verse que todas las ventanas estaban cerradas con barrotes.
Se sentía el ambiente tenso y la presión de las enfermedades mentales se respiraban a cada paso.
Entré a la recepción y me presenté como amigo de Miguel, que tenía permiso de los padres para visitarlo; me pasaron a una sala de espera mientras se le comunicaba al médico que lo atendía y me cerraron con llave.
Era una espacio grande con varias sillas, todas desocupadas en ese momento, con un televisor pegado en un muro en la parte de arriba que lo cubría una jaula de metal y los barrotes que protegían cada una de las ventanas me daban la sensación de encierro que a los pocos minutos comencé a sentirme prisionero.
No había nadie en la habitación y no sabía cómo salir de ahí en caso de que tardaran mucho, ni había ninguna forma de pedir asistencia; sólo tenía el televisor que transmitía la telenovela de moda que me acompañaba y decidí observarla por un rato antes de que se abriera la puerta y entrara una enfermera a decirme que podía pasar.
El pasillo por el que caminamos se me hizo muy largo y delgado. A los lados había ventanas cerradas y puertas de acero. Podía escucharse a lo lejos algunos gritos o risas de pacientes en el patio pero no había manera de poder verlos, ni siquiera por algún agujerito en los portones. Y aunque los hubiera no había tiempo de averiguar, la enfermera caminaba rápido y se iba directo que al principio me costó trabajo llevarle el paso.
Cada vez que entrábamos a una sala o que cruzábamos otro pasillo tenía que abrirlo con llave y así mismo tenía que dejarlo cerrado. No había espacio para la inseguridad, me habían advertido que era por la protección de los mismos pacientes mentales y lo creí.
—Los peligrosos no están aquí—me explicó—. Ellos están en el pabellón 9 y no hay acceso a esa área.
No recuerdo si pregunté algo y se negó a contestar o simplemente ya no comenté nada. Seguimos avanzando y el primer encuentro fue con el médico que lo atendía.
—Quería conocerte, eso es todo—me dijo cuando creí que vería primero a Miguel y me sorprendió un poco el recibimiento.
Me explicó su estado, me hizo algunas advertencias y al final comentó que le gustaba que lo visitara.
—Puede ser bueno para su mejoría—agregó y me dejó verlo.
Pasamos por un pasillo donde había otras celdas con diversos pacientes que no estaban tan graves, con quien no se podía hablar y a quien era mejor evitarlos—"por la seguridad de ellos", me había dicho.
Finalmente llegamos a la sala de Miguel y abrieron la puerta que estaba cerrada con llave y me dejaron pasar.
Y me asusté verlo ahí.
Lucía tan solo, tan triste que me llenó de una emoción que difícilmente he podido describir con los años. No sé si me sentí triste, agobiado o asustado. Nunca es fácil ver a un amigo que se aprecia en esas condiciones humanas. Verlo ahí, ensimismado, con la cabeza rapada, la bata blanca, en posición fetal y huyendo de las paredes con un miedo que lo aterraba hasta la médula ha sido una de las imágenes más fuertes con las que he tenido que vivir la mayor parte de mi vida y hasta la fecha no he podido olvidarla y no sé si lo haga jamás.
—Soy yo—le dije pero no me respondió.
Me quedé con el tiempo permitido y no hubo ningún progreso. Miguel ni siquiera se dio cuenta, no me escuchó en ningún momento y no hubo forma de que abriera los ojos.
Dolido de verlo así pensé en no volver a visitarlo pero el médico me dijo que si podía regresar le gustaría mucho, sería bueno y con el tiempo podría ayudarlo. Así que lo hice, le dije que sí y comencé a visitarlo regularmente.
En los primeros meses no hubo respuesta, pero era una visita reglamentaria que hacía cada vez que estaba en la ciudad de México.
Finalmente dejé de vivir en Nanchital y me instalé en el distrito federal a estudiar la carrera de comunicación audiovisual en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Me hice de amigos varios, conocí a A. y tuve mis vivencias divertidas; sin embargo siempre procuré darle una visita a Miguel y nunca olvidarlo.
Fue entonces en el cuarto año de la carrera cuando me avisaron de su muerte.
Suicidio me dijeron y no me sorprendió.
Pensé en la joven vendada y tuve miedo, pero no dije nada. No quería que pensaran mal de mí. Pero la verdad es que actué la impresión, me mostré sorprendido pero en el fondo no me impactó su muerte, y quizá, sólo tal vez, lo estaba esperando.
Tres días antes de que Miguel se suicidara yo había ido a verlo al hospital.
Ya me conocían, me había hecho amigo de algunas enfermeras, me sabía sus nombres y me habían contado algunas cosas personales; yo era una figura en el psiquiátrico y sabía perfectamente el procedimiento. Incluso me habían felicitado en épocas de navidad y no menos de cinco veces me habían dado algún regalo.
Por lo mismo podía estar con Miguel en su cuarto sin que nadie nos vigilara, sin miedo alguno de que ocurriera algo.
Quizá ese fue el error, no lo sé. Sea lo que sea, ese día, después de varios años de visitarlo, Miguel finalmente había reaccionado. Y por primera vez habló.
Había estado con él una media hora, solía hablarle de lo que hacía, contarle algunas cosas de Nanchital, de nuestros conocidos y pedirle que de una forma u otra hallara la manera, dentro de sí, de entre su inconsciente, de regresar a casa ya que se estaba perdiendo mucho y me hubiera encantado verlo sonreír como cuando éramos niños.
Entonces, sin previo aviso, con la habilidad de un lince saltó sobre mí y tapó mi boca evitando que gritara y me hizo la seña universal del silencio.
—Está aquí—dijo y lentamente subió el dedo y señaló el muro.
Primero lo vi a él y sentí que había estado fingiendo todo este tiempo. Molesto quise preguntarle si había sido una falacia y todo el tiempo me había estado escuchando pero nunca había deseado contestarme; pero no dije nada y simplemente lo obedecí.
Giré la cabeza y seguí el trayecto de su dedo hasta observar el muro frente a nosotros.
No vi nada, estaba blanco todo él, era una ilusión, estaba jugando, o estaba demencialmente enfermo.
Empero…
Vi que la pared parpadeó.
Enfrente a mí había dos extraños ojos creados por y a partir de la textura del muro, y esos ojos parpadearon.
Me sobresalté levemente hacia atrás. Y entrecerré los ojos concentrado cada vez más en lo que sucedía.
Y lo que sucedió aún lo cargo en mi mente, todo el tiempo.
Los ojos comenzaron a subir a la parte alta de la pared y una nariz empezó a tomar forma, luego las orejas, los cabellos y finalmente toda una silueta de 1.90 m estaba enfrente de nosotros moviéndose por entre el concreto como si viviera, como si fuera parte del mismo muro, como nadie más que el hombre muro.
Ni Miguel ni yo dijimos nada, estáticos nos quedamos ahí siguiendo la trayectoria del ser únicamente con los ojos. Primero se movió a los lados, y luego al frente.
Miguel tenía razón, no había leyes que le impedían nada, el concreto era su hogar, vivía entre los ladrillos, entre el cemento, en el piso, en el techo, en todo aquella pared que se comunicara entre sí.
El hombre lentamente subía a la parte alta del muro y terminó en el techo, justo encima de nuestras cabezas y bajó hacia el otro lado de la recámara, justo atrás de nosotros extendiendo sus brazos para tratar de alcanzarnos, siempre abriendo los ojos y separando las fauces como un monstruo que grita saltando sobre su víctima.
Entonces Miguel comenzó a gritar y a patear la pared tratando de derrotarlo, pero cuando llegaron los batas blancas lograron tranquilizarlo y me alejaron de la habitación para sedarlo.
Él se quedó gritando y suplicando que lo llevaran a otro lado, al patio, a la exterior y lo dejaba escapar.
Cuando me preguntó el médico que había pasado no tuve valor de decir la verdad, sólo pedí y supliqué que lo cambiaran de cuarto. Que le dieran lo que él quería pero sin poder explicar por qué. Dije que él lo había visto, que el hombre muro estaba ahí, que había subido la pared, cruzado el techo y tratado de alcanzarlo por detrás pero sin decirle que yo también lo había visto. No tuve el valor, yo tenía una vida y deseaba regresar a ella. Estudiar mi carrera, casarme con A. y vivir una vida normal como cualquier mortal.
No deseaba un cuarto acolchonado ni pasar la mayor parte de mi tiempo enclaustrado y con medicina.
Y me dejaron salir.
Regresé a mi casa, seguí con mi vida y tres días después me dieron la noticia.
—Miguel se suicidó—fue lo que dijeron y me llené de dudas.
¿Se había suicidado o finalmente el hombre muro lo había alcanzando?
No lo sabía, pero siempre tuve esa duda en mi mente.
¿Había sido una ilusión contagiada por años de visitarlo en el manicomio o efectivamente había sido testigo de su presencia?
No lo sabía y viví mucho tiempo así, siempre preguntándome, siempre dudando, hasta que conocí la mitología japonesa.
El primer encuentro que había tenido con el Japón había sido con la película de Ran, la furia del poder de Akira Kurosawa que había descubierto en un videocentro en Coatzacoalcos cuando tenía 13 años. Me sorprendió tanto el estilo cinematográfico que fue ahí que deseé ser director de cine; la cultura de los samuráis se me antojó tan diferente a la mexicana que a partir de ahí me hice ferviente admirador de sus tradiciones que siempre que podía leía algo sobre ellos y veía alguna película asiática.
Fue así que hallé a los demonios yōkai ("apariciones", "espíritus", "demonios", o "monstruos"), criaturas sobrenaturales del folklore japonés. Desde el malévolo oni al travieso kitsune o la mujer pálida Yuki-onna. Unos son parte animal y parte humanos; otros son fantasmas que viven a partir de emociones fuertes que tuvieron en vida y los hace regresar de la muerte; y otros más son "espíritus artefacto" conocidos como Tsukumogami que abarcan a los artículos ordinarios de una casa que han venido a la vida justo a los cien años de su creación.
Los hay como el Bakezōri, un par de sandalias de paja poseídas; el Chōchinobake, una linterna animada; el Kameosa, una jarra de sake poseída; el Kasa-obake, un viejo paraguas fantasmal; el Ungaikyo, un espejo poseído, así como el Kabe-otoko, que no es otra cosa más que un hombre muro.
Cuando leía la descripción en el libro no podía creer lo que veía.
Kabe Otoko (literalmente "hombre muro") es una criatura muro-vivienda que no es humano ni duende. Observan y vigilan constantemente a la humanidad a partir de los muros, como su único lugar de vida.
Entonces supe que existía, el hombre muro existía.
No sabía si salir corriendo y exponérselos a los médicos, a su familia o a sus amigos. Quizá un monje japonés podía explicármelo, quizá algún erudito de la cultura yōkai podía revelárselos. No lo sabía, en verdad no sabía. Sea lo que haya sido, cierto o no, folklore o simple tradición, alguien más, en algún lugar del mundo había sido testigo de eso y podía jurar que existía, que el hombre muro vivía y vigila permanente a la humanidad hasta el fin de los tiempos.
Pero Miguel estaba muerto, cierto o falso, él estaba muerto y era demasiado tarde para hacer cualquier cosa.
Con dolor cerré el libro y me marché a casa.
No quise pensar en ello y quise continuar con mi vida, terminar la carrera y seguir amando a A., hasta que esa noche, llegó la oscuridad y los demonios vinieron.
Lo primero que escuché fue un ruido extraño.
Abrí los ojos y traté de mirar a los lados, las luces estaban apagadas y con las cortinas corridas difícilmente había espacio para que entrara la luz de la luna. La oscuridad era total y sólo podía observar un negro como la boca del infierno.
Literalmente abrí las orejas y escuché un sonido hueco, como de alguien que arrastra una gran roca de cemento por entre el pavimento. Se movía por todo el cuarto, por entre la esquina, por el piso, por la pared, por el techo y finalmente a la cabecera de mi cama, por encima de mi cabeza.
Cerré los ojos irremediablemente.
No quise observar nada, tenía miedo, un miedo como pocas veces he sentido y me negué ardientemente a prender las luces.
Viniendo de una familia católica, sólo recé unas oraciones y me quedé pensando en el Padre nuestro y el Dios te salve María hasta que la tranquilidad llegó a mi alma y me quedé dormido.
Al día siguiente creí que había sido una ilusión y el recuerdo de ver a Miguel en el cuarto acolchonado lo habían provocado. Pero no fue así: en los días restantes el sonido arribó al cuarto y comenzó a apoderarse de mí.
Siempre era el mismo ruido, nunca cambiaba: era como el de una roca arrastrándose por entre el pavimento, lentamente, sonoramente.
Nada más, no sucedía otra cosa, sólo el sonido que venía, se movía por el cuarto y siempre se callaba justo encima de mi cabeza.
Tenía miedo pero no pasaba nada, era algo común, todas las noches, siempre, casi a la misma hora, se escuchaba por una media hora y luego desaparecía.
Entonces quise verlo, prender la luz y verlo. Salir de dudas y saber qué diablos era eso y qué demonios estaba pasando.
A la noche siguiente escuché el mismo ruido y cuando llegó a estar encima de mi cabeza, estiré el apagador de la lámpara de mesa, prendí la luz y entonces…, lo vi. ¡Oh, Dios, lo vi!
Era parte de la textura del muro, se componía de las manchas de la pared, de alguna suciedad de la estructura. Era un muro, con ojos, nariz y boca. Negro, una sombra, un ser, una abominable criatura con un rostro penetrante que no hace nada, no dice nada, sólo observa y me vigila todo el tiempo. A cada instante, mirándome, espiándome, reconociendo que soy el único que lo ha visto y con ello se siente cómodo. Como si tuviera alguien que lo ubica, que sabe su presencia y no lo dejará jamás, pase lo que pase.
Y desde entonces está ahí, observándome a cada instante; camina a mi lado por entre los edificios o el pavimento de las calles; permanece arriba de mi cabeza, en el techo vigilando mi sueño; se mueve en la pared por detrás de Marivii en mis clases de actuación; está a mi izquierda cuando ahora mismo escribo en la computadora y no me deja solo en ningún momento, siempre vigilando, quizá cuidándome, tal vez sólo me espía o posiblemente, existe uno por ciento de posibilidad que está esperando el momento justo para saltarme encima y verme envuelto en un sonoro grito que informe a todos mis conocidos que finalmente he fallecido y puede enterrar mi cuerpo.
No lo sé.
Debo saberlo algún día, pero de mientras sólo esperaré, esperaré hasta que el hombre muro haga su movimiento y sólo ahí sabré qué está pasando, mientras tanto he aprendido a vivir con ello y a sobrevivir en este mundo de porquería.

3 comentarios: