miércoles, 13 de junio de 2012

Carta desde mi tumba

Desde que lo conocí cargaba con una carta de suicidio en la bolsa derecha de su pantalón.
La primera vez que lo vi fue en la Secundaria Miguel Alemán González—a quien de cariño le decimos MAG—. Tenía unos 12 años y estudiaba en otro salón.
Era una escuela de gobierno tan grande con varios alumnos que era necesario separarlos en cuatro salones de casi 50 estudiantes por salón.
Había un rumor que los más estudiosos estaban en el "A", otros amigos y yo cursábamos en el "D". Nunca supe si el rumor era verdad.
Me hice de compañeros y de hecho me relacioné muy bien con otros dos con quién me paseaba por las calles de Coatzacoalcos, a veces, sin nada en especial, nada más para divertirnos y otras sólo para perder el tiempo.
No faltó el que molestáramos a unos cuantos en el camino.
Hoy día todavía reímos cuando recordamos esos tiempos.
A él lo conocí en el pasillo una vez que esperaba a que transcurriera el tiempo y llegara la hora para la clase de Álgebra con "el guango" de Fermín.
—Pinche viejo "guango"—le decíamos y nos reíamos.
Él estaba ahí sentado en una banca, callado, mirando al frente. No se movía y era como si su rostro no expresara nada. Tan seco como la cara de un maniquí.
Entonces sacó la carta de su pantalón y se buscó una pluma para escribir. No la halló.
—¿No tienes una pluma que me prestes? —me preguntó y cuando se la hube prestado, rayó unas pocas líneas y corrigió parte de la carta. Luego me la entregó y otra vez se quedó callado.
Seguimos esperando a que la clase empezara.
Los alumnos comenzaron a aglomerarse porque el guango no llegaba y entonces me pidió la pluma otra vez. Se la presté de nuevo y una vez más rayó lo que tenía y trató de escribir más pero ya se había hecho bolas por lo que me pidió una hoja de mi cuaderno para comenzar de nuevo.
Así lo hizo, comenzó a escribir y antes de que terminara, Fermín ya había llegado y nos preparábamos para entrar a clase. Él no iba en el salón, por lo que no le importó que la clase empezara. Lo vi tan concentrado en su escritura que no le dije nada. Y me metí al salón sin que se diera cuenta.
Pasó un año antes de que lo volviera a ver.
No fue en la MAG, fue en la calle, parado junto a 20 cadáveres en el malecón.
Hacía varias semanas había pegado un fuerte viento en Coatzacoalcos que se prohibió el uso de la lancha; y como era el único medio de transporte para ir a Allende, un pueblo cerca, del otro lado del río Coatzacoalcos; varios de sus habitantes se quedaron sin oportunidad de regresar a casa esa tarde.
A un lanchero se le hizo fácil romper las reglas y aceptó dinero por cruzarlos e incluso saturó la capacidad de la lancha.
El norte—como le decimos al fuerte viento de Veracruz—pegó tan fuerte que volteó la nave y se hundieron todos los pasajeros, exceptuando al conductor que se escapó de la ciudad y hoy en día no sabe qué fue de él.
Un día, varias semanas después, caminaba con mis dos amigos por el malecón viejo, acercándonos a la estación de lanchas para Allende cuando nos topamos con 20 cadáveres esparcidos en el suelo.
Sin cubrir, acomodados uno después de otro, en fila india por toda la banqueta.
Los estaban recogiendo y para su identificación los acomodaban en el suelo, supongo que por orden de aparición.
Estaban amoratados, hinchados con una peste horripilante y una expresión de muerte que nos divirtió.
El "negro" a quien también le decíamos "el sol" por su piel oscura, dijo algunos chistes y nos reíamos. En realidad no éramos ojetes, simplemente éramos—y aún lo somos—de humor negro.
La gente se hacía a los lados y evitaban caminar por la banqueta, pero nosotros tres no teníamos intenciones de cruzar la calle ya que había espacio suficiente por ser de malecón ancho y así veíamos un paisaje extraordinario que difícilmente volveríamos a ver.
No fueron los primeros muertos que vi en mi vida, para ese entonces, a tan sólo unos 13 años ya había visto quizá unos 7 cadáveres.
Los primeros cinco fueron cuando tenía 8.
Yo estaba jugando en un patio de beisbol cuando un auto se estrelló a pocos metros de ahí, salimos toda la muchachada a ver qué pasaba y hallamos un auto Volkswagen embarrado en el muro y a cinco hombres llenos de sangre agonizando. Uno de ellos estaba tirado en el suelo en un río de sangre, y la peste a cerveza barata envolvía el ambiente.
Los cinco murieron ante mis ojos y recuerdo que lo que más me impresionó no fue la sangre o las heridas de sus cuerpos, sino la enorme panza chelera que tenía el hombre esparcido en el piso. Nunca había visto una barriga tan grande y no sabía que algo así era capaz.
Los siguientes cadáveres que vi fueron unos dos años más tarde.
Yo vivía en Nanchital y estudiaba en Coatzacoalcos, Veracruz. Para llegar de una ciudad a otra había que cruzar un puente y unas vías del tren. Siempre deseábamos ganarles a cualquiera de los dos, ya que el puente era elevadizo y si nos tocaba arriba teníamos que esperar varios minutos a que bajara. Así mismo si no le ganábamos al tren había que esperar a que terminara de hacer sus maniobras por más de media hora.
Supongo que los de una camioneta no estaban dispuesto a esperar y trataron de ganarle.
Media hora después—creo—nos topamos con ella y descubrimos los dos cadáveres hechos polvo en la camioneta. Por supuesto había perdido la carrera y el resultado se sumó a la lista de cadáveres que había visto a mi corta edad.
Así que, para cuando caminábamos por la acerca del malecón y los 20 cuerpos estaban por ahí esparcidos ya no sentía impresión ante ese hecho, era como si ya fuera parte de mi sistema.
Sólo seguimos caminando y observamos a los fiambres sin alguien que les cubriera la cara.
Entonces me lo encontré.
Él estaba ahí parado, observando fijamente el rostro desfigurado de uno de los muertos y no decía nada, sólo lo observaba con detenimiento. No sé si era la primera vez que veía un muerto o le asustaba, o qué diablos le cruzaba por su mente, pero sólo estaba con la mirada fija y no hacía nada.
No lo saludé porque fuera mi amigo, lo saludé por costumbre, como se reconoce a alguien del mismo bando en una calle cualquiera.
Ey, es de la MAG, se dice y uno lo saluda. ¿Quién es? No importa, pero estudia en la misma escuela. Por eso lo saludé.
Al principio subió la cabeza y me observó con la misma mirada inexpresiva que tenía contemplando al occiso, pero después me reconoció.
—No te devolví esa pluma—dijo.
—¿Qué? —ya ni siquiera me acordaba de la pluma.
Metió la mano en el bolsillo y sacó otra.
—Te lo doy la mía—me la acercó.
—No te apures. Puedes quedarte con ella.
—Bien—dijo y fue como si le quitara un peso de encima—. Gracias, es que la necesito.
—¿Para qué? —me dio simple curiosidad.
—Es que aún no termino la carta.
»Cada tiempo que pasa sin que suceda me siguiere un cambio a los motivos. Quiero explicar muy bien por qué lo hago. Para que no haya duda alguna—aclaró.
—¿Hacer qué? —cuestioné lleno de dudas.
Pero el Conan me interrumpió—cuando lo conocí ya le decían así, supongo porque le gustaban los relatos de Robert E—. "Ese guango", dijo y me encaminé a él y al "sol" que me hacían señas para irnos ya que se nos hacía tarde para ir al cine.
—Es mi carta de suicidio—inquirió y me alejé con los otros dos.
La siguiente vez que supe de él fue en la ciudad de México, cuando cursaba la carrera de comunicación audiovisual en el Claustro de Sor Juana.
Hacía tiempo que ya no veía al "Conan" ni al negro aunque de vez en cuando nos comunicábamos por teléfono mucho antes de que existieran las redes sociales.
Ya había conocido a A. y hacía dos años que estábamos juntos.
Un día salí temprano de clase y quería irme al cine ya que en el centro había dos o tres complejos cinematográficos a los cuales podía llegar caminando y siempre que podía aprovechaba el momento para ver alguna función.
Pero él me saludó en la cafetería como si nunca hubiéramos dejado de vernos.
Él me reconoció, yo no.
Después de tanto tiempo y de sólo hablar un par de líneas anteriormente, consideré que sería un buen momento para conocerlo y en vez de ir al cine me quedé con él a conversar con un café—aunque yo no tomo café, lo acompañé con una soda.
—¿Aún cargas con la carta?
—Oh, sí—expresó—. Siempre la traigo conmigo. Y se dio una palmada en el lado derecho del pantalón, donde se guarda la cartera usualmente.
—¿Y por qué cargas con una nota de suicidio para todos lados?
—Porque nunca sé cuándo lo haré, puede ser en el metro arrojándome a las vías; o en medio del bosque; o en carretera camino a Guadalajara.
»No lo sé.
»Sea donde sea, puede ser que no me dé tiempo de escribir una carta o quizá ni siquiera tenga papel y pluma a lado.
»Así me siento preparado de antemano y listo para cualquier momento.
—¿Y por qué no lo has hechos hasta ahora? —escupí y se me hizo una pregunta muy obvia.
—Siempre que me siento presionado, al principio por problemas familiares, luego por la escuela y ahora por el simple vivir en la ciudad; pierdo fuerzas para seguir existiendo y estoy a punto de hacerlo. Pero entonces el saber que podré librarme de todo esto—y movió las manos en el aire señalando todo—me llena de satisfacción.
»La muerte es un descanso a la vida.
»El pensar que seguiré viviendo es lo que me agota, entonces saberme muerto y libre es lo que me reconforta. Y me da fuerzas para seguir viviendo.
»Siempre puedo renunciar, en cualquier momento, sin importar qué tenga a la mano. Sé que justo cuando todo me caiga encima y me sepulte la destrucción, puedo ser libre en sólo un paso.
»Ya tengo una lista entera de métodos para todos las situaciones posibles, incluso si me encierran en un cuarto, maniatado, encadenado en los pies y con una jaula en la cabeza que me proteja de los golpes, ya tengo la forma para hacerlo.
»Siempre puedo renunciar—repitió—y eso es lo que me da fuerzas para seguir viviendo.
Y bebió un trago de café.
—Esa es una, la otra razón es por el castigo eterno.
Sabía a lo que se refería. Soy de familia católica desde varias generaciones.
Por la rama de mi madre tengo varios religiosos de distintas órdenes: jesuitas, seculares, legionarios de Cristo, monjas del espíritu santo, etc. Los hay obispos, un abad, un monseñor, varios curas y demás fieles de Nuestro Señor que me sé varios rezos desde mi niñez y creyente por herencia.
Por lo mismo sabía el porqué lo decía: el suicidio es pecado mortal y el castigo es el infierno eterno.
—Soy creyente, no lo puedo negar: en el fondo me da miedo el infierno sin oportunidad de libertad condicional—agregó y rió un poco.
No quiso explicar qué le había sucedido, ni por qué lo había decidido hacía ya mucho tiempo. Sólo sabía que algún día lo haría, y tener esa muerte como opción le daba fuerzas para seguir.
Seguir, ¿a dónde?, me preguntaba yo.
—Estoy convencido que hay gente que no aporta nada a la humanidad—agregó una vez más—. Sólo ocupan espacio y gastan luz. Como mi tía Clara que tiene dinero, vivió para casarse y ahí está, de matrimonio con un adinerado. Tres cirugías estéticas, auto del año, sirvienta de planta, pero sin nada que hacer.
»Si no está viendo telenovelas, está gastándose el dinero de su esposo en el centro comercial. Tiene 64 años y nunca ha hecho nada de importancia y a como va, dejará este mundo sin que algún día su maldita vida sirva de algo—dijo y escupió molesto un poco de café al suelo.
»Me da más miedo seguir vivo que otra cosa.
Después cambió de tema. Habló de la escuela, de los compañeros de clase y en toda la conversación no mencionó nada personal. Me preguntó de mí y le dije lo que estudiaba y mis intenciones en el futuro.
—Aún no he publicado más que cuentos, pero ya llevo tres novelas escritas—le dije.
»Es muy difícil el medio. Pero el cine lo es más.
—No te preocupes—agregó—. Aunque todas las editoriales se hagan tontas para conocerte, eventualmente publicarás. Y si quieres, tú mismo puedes producirte una película.
Y así seguimos hablando por algunos minutos más hasta que cada quién se tuvo que ir a lo suyo.
Sólo cuando me fui al cine de la siguiente función me di cuenta que no lo conocía.
Ni siquiera supe su nombre, si tenía novia o había estudiado carrera. Si aún viajaba a Veracruz o vivía solo.
No sabía de él y me percaté que en realidad no habíamos sido amigos, sólo simples conocidos de la secundaria. Para hacer amistad se necesita más que eso.
Ya no volví a saber de él en mucho tiempo.
Yo seguí cursando la universidad, continué con A. hasta que desapareció.
—¿Por qué andas con ella? —me había cuestionado una vez mi amiga Gloria.
»Tú no bebes, no te drogas, ni siquiera fumas o tomas café. ¿Qué tienes en común con ella? —inquirió intrigada.
A. hacía todo lo contrario de lo que yo.
Había tenido problemas de adicciones prácticamente desde el bachiller.
Y eso le estaba afectando cada vez más.
Ella era dark, se vestía de negro con algunas combinaciones de rojo, morado y azul incluyendo su cabello. Su vestimenta era gótica y de piel pálida.
Era de orígenes asiáticos, su padre era japonés y madre mexicana.
Era la mujer más hermosa que jamás había visto.
La conocí al segundo año de mi carrera y desde entonces comenzamos a andar juntos. La primera vez que salimos ella me habló por teléfono para invitarme y aunque yo estaba en cama con fiebre, no pude negarme y salimos a un concierto de Oxomaxoma en el museo del Chopo. Luego la acompañé a su casa y estuvimos ahí por fuera, sentados en la banqueta de la calle conversando hasta las dos de la mañana. Después yo me fui caminando a mi casa y llegué casi a las tres.
Nunca me pasó nada a pesar de que decían que la ciudad de México era muy violenta.
Continuamos juntos y la acompañé a varias fiestas con sus amigos dark y fui testigo de su modo de vida.
Yo era el único sobrio en esas fiestas, el único que no bebía y el único que era consciente de todo lo que ocurría.
—No puedes quitármelo—dijo un día, casi llorando—. No hay nada que puedas hacer. Si intentas quitarme esto, me dejarás de ver.
Algo cargaba ella desde siempre y no permitía que nadie lo conociera, no importaba quién fuera.
Así que tuvimos una especie de trato: yo no me inmiscuía en eso, pero tampoco sería testigo. Sólo la vería en su estado sobrio, pero si tenía un problema, podía hablarme en cualquier momento y yo iría por ella.
Nos veíamos en el día, casi diario. Pero las noches del viernes y sábado eran suyos.
Así cursamos toda la carrera hasta que cinco meses antes de terminar, la encontré asustada sentada en el suelo del patio del gran claustro. Nunca la había visto así y me asustó.
Me dijo que el viernes se había ido con unos amigos a drogarse, aprovechando que sus padres saldrían de viaje y llegarían hasta el lunes. Al principio todo bien, pero, "se malviajaron", dijo.
Uno de ellos comenzó a auto mutilarse. Se golpeaba la cabeza contra el muro y se quería romper el cuerpo. Tomaba lo que tenía a la mano y se castigaba con ello. Se enterró un lápiz en la pierna, una pluma en la mejilla y se rompió el brazo izquierdo dejando caer su cuerpo de una manera extraña contra su mismo brazo. El otro al ver eso, generó ideas paranoicas y convencido de que querían atacarlo, sacó unas tijeras y empezó a agredirlos.
Ella se asustó mucho, alcanzó a salir huyendo, pero sólo pudo meterse al baño que no tenía ventana y se quedó ahí sin poder salir durante tres días.
Pasara lo que pasara allá afuera permaneció el tiempo suficiente sobreviviendo del agua de la llave.
En ese entonces no se utilizaba el celular tanto como ahora, por lo que no tenía y tuvo que permanecer encerada hasta que los padres de su amigo llegaron a la casa y la rescataron.
Al amigo herido lo llevaron al hospital, y al otro lo metieron al psiquiátrico. El uno murió y el otro sigue encerrado.
Ella pudo salir y desde entonces estaba asustada.
Nunca había visto a alguien enfermarse de esa manera y por primera vez ese mundo le dio miedo.
Estuve con ella todo el día, tranquilizándola. Ni siquiera entramos a clases y en la tarde la acompañé a su casa. Estaba decidido a dejarlo, ya jamás lo volvería a probar.
Nunca la volví a ver.
Después desapareció y tardé 7 años en enterarme que se había suicidado.
—No dejó nota de suicidio. No dejó explicación, no dejó nada—me dijo una amiga en común.
El suicidio es pecado mortal, había escuchado una y otra vez en la iglesia desde que era niño y me derrumbé a la idea de que ella estuviera calcinándose en los infiernos.
Y no lo acepté.
—Me niego a creer en un Dios que castiga a alguien de esa manera.
»Se me hace injusto.
»Si alguien vive lleno de dolor, toda su vida y un día no puede soportarlo más, por muy cobarde que digan que es Dios no puede simplemente castigarlo eternamente para que lo hunda en el averno hasta la eternidad infinita.
»Un Dios que haga eso es demasiado cruel.
»Me niego a aceptar que mi Dios lo haga.
Y en cierta manera, me alejé.
La idea de saberla sufriendo eternamente me atormentaba y me aparté de esa idea. No quise pensar en ello y transcurrí mi vida.
Hasta que tiempo después fui a Veracruz y ahí me encontré al "Conan".
—Ese, guango—me dijo como siempre nos saludamos. Y comenzamos a hablar del pasado y del presente de nuestro pasado.
—Al Cheiko le fue mal—me informó—. Ya ves que estaba enfermo, pues no consigue trabajo y no puede mantener a su familia. Están en la vil chilla. Al "tramundo" le encontraron un tumor en el cerebro y desde entonces valió pito. Se lo operaron pero quedó en estado "zanahoria", o sea vegetal. Su esposa se hace cargo de los niños y sabrá Dios cómo les vaya. Al "Rayuela" lo metieron a la cárcel, quesque por violación. El "Chiflidito" es obrero en PEMEX, alcohólico y se casó con una piruja que le sacó todo el dinero y le restregaba a sus mayates en su casa. ¿Te acuerdas del "Damantes", se fue de Coatza, quesque por violento, se compró un rancho y lo mataron a machetazos. Uta, a un chingo les fue del averno. Y al Cervantes, todos los días reviso el periódico para ver si ya salió en la nota roja que lo mataron o algo así, ese cabrón está loco, y un día va a aparecer por ahí muerta en un orgía trisexual. Sepa Dios.
Y así me fue enlistando cada uno de nuestros compañeros qué fue de ellos y en qué andan. Varios viven en el norte, otro en Guanajuato, tres en Jalapa, uno en Tabasco, y así. Unos trabajaban en la política, uno en el diseño y otro tenía un programa de radio; pero muchos se quedaron y vivían del complejo petrolero.
—Voy a correr la voz que estás aquí—me dijo—para ir a echarnos unas chelas todos. ¿Qué te parece? Sí, ya sé que tú no tomas, pero nosotros sí. Nos ponemos hasta el cepillo y luego tú nos llevas a todos a casa, eh—y se rió.
Corrió la voz, y tres días más tarde se hizo la pachanga. Y efectivamente se pusieron hasta el soplete pero no llevé a ninguno a su casa.
—Mejor conduzcan, están muy borrachos para caminar—les dije y me fui.
Al día siguiente, Laura me visitó en casa de Raúl donde me estaba quedando.
Laura era una amiga de la MAG y fue hasta ese momento que descubrí quién era su hermano.
—Te dejó la carta del suicidio a ti—me informó.
—¿Su carta de suicidio?
—Sí, la había escrito desde chico y dejó instrucciones que te la entregáramos a ti. Pero no sabíamos dónde localizarte, sólo ayer nos dimos cuenta.
—Bueno—agregué y me preguntaba por qué me había dejado la carta a mí, yo no tenía nada que ver con él, especialmente si la había empezado desde mucho antes de conocerme.
—No la escribió para ti—aclaró—. La escribió para nosotros. Es sólo que dejó mención, que al final se te fuera entregada a ti.
Me intrigué aún más y acepté, ¿qué otra cosa podía hacer?
Entonces de su bolsa sacó un cuaderno de forro de cuero negro, de más de 100 páginas. Era la carta.
La había empezado desde niño, y al paso de tiempo le fue agregando y corrigiendo, finalmente había escrito todo un cuaderno explicando con detalle el por qué tristemente había llegado a esa resolución.
Me la entregó y le eché un rápido vistazo. Tenía dibujos, algunas fotografías y relatos. Un escrito denso justificando su vida entera y diciendo por qué.
—No sé exactamente qué quería, sólo dijo que te la diéramos, que quizá te podía servir. Tal vez de inspiración, a lo mejor para crear un personaje. Para algo. Sólo eso. "Él es el escritor", escribió, "le podrá servir más a él que a todos ustedes"—se refería a su familia.
"Aunque ya lo había pensando varias veces", se lee en el inicio de la carta, "el momento en que me decidí fue cuando vi a papá muerto tirado en el malecón como cualquier basura. No tenía una manta encima, estaba amoratado, hinchado, con la boca abierta y la lengua escapando de entre los dientes. Aún tenía los ojos abiertos y parecía que me observaba. Pude sentir aún su enojo y el odio que sentía por mí.
»No me creía aliviado porque se hubiera muerto, más bien estaba enojado. Enfurecido como jamás lo había estado. No sólo me llenaba de rabia el que lo hubieran echado ahí al suelo, como cualquier despojo para que todos los vieran como un espectáculo barato de un circo mediocre y sin cobrar. Sino que me hervía la sangre que aquella persona que tanto odiaba y había deseado asesinarlo desde que era un niño, se me había escapado.
»No tenía derecho a morirse así, desaparecido por varias semanas, sin que nos diéramos cuenta.
»No era justo, debíamos habernos enterado en el momento en que el bastardo perdía la vida.
»Me llené de odio…, o por lo menos eso creí.
»Hasta ayer.
Y después de esa corta introducción comenzó su explicación.
Más de cien páginas atiborradas de texto con tinta de distintos colores, dibujos, fotos, garabatos y demás.
Lo leí y lo leí, una y otra vez.
No buscaba una explicación a su muerte, podía adivinarse a cada párrafo, en realidad lo leía porque buscaba una justificación para A. Quizá pueda deducir algo, quizá en todo lo que viví con ella y en todo ese escrito de 123 páginas pueda encontrar algo en común entre dos personas, que nunca se conocieron entre sí, pero que sufrieron lo suficiente para terminar del mismo modo; y así poder descubrir, sólo saber, aunque sea ligeramente por qué se suicidó.
Han pasado cuatro años y el maldito cuaderno todavía sigue en el cajón.
Hasta la fecha no he vuelto a ver a Laura.
Ya publiqué dos libros y si las cosas salen bien en el 2012 publico tres libros más.
Hice una película, estoy por terminar otra y tengo intenciones de comenzar una más el próximo año, quizá en marzo o abril a más tardar.
Aún tengo el cuaderno en el cajón. De vez en cuando lo leo. Y se hizo una obsesión.
Sé por qué lo hizo él, pero no sé por qué lo hizo ella.
Hace poco conversando con alguno de mis parientes religiosos mencionamos el tema del suicido.
—Es injusto—comenté—: el infierno eterno.
—De hecho—me indicó—. No entendemos la vida a la perfección. Dios nos juzgará a sus propios medios y desde su punto de vista. Con los años y siglos las ideas de la Iglesia con respecto a la biblia han cambiado. Lo que se creía malo antes ya no considera tan tajante en estos años. Desde hace poco se han hecho juntas y discusiones en el vaticano sobre el tema e incluso el papá cree que nuestro Señor no puede ser tan cruel.
»Ya creemos que el suicidio no es castigado tan brutalmente.
»No se están pudriendo en el infierno… están en otro lado, quizá Dios los perdonó.
Debo ser honesto, pero en cierta forma me quitó un peso de encima. Desde entones me he sentido mejor y más aliviado.
No pensé, sinceramente, en él, pero sí en ella; aún no sé por qué diablos se mató.

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