Hay familias con herencia genética
propensas a alguna enfermedad que castiga a varios de sus miembros. En la mía
lo somos al cáncer por parte de mi madre; y a muertes violentas por parte de mi
padre. En la suya lo eran al suicidio.
La había conocido en Berlín.
Era mi segundo viaje a Europa. El
primero lo había hecho en el 94 cuando me fui de mochilero después de estudiar
la preparatoria. Y sin embargo no había podido visitar Berlín anteriormente, ya
que ni siquiera había pasado por Alemania.
Había estado en España, Italia, Francia
y Austria principalmente. Por lo que en este segundo viaje deseaba visitar
Berlín, se me hacía una visita obligada. Tomar unas salchichas y quizá, sólo
quizá beber una cerveza. En sí no tomo pero se me antojaba degustar una por
esos rumbos.
Había viajado de noche por tren desde
Praga a la estación central de Berlín, y arribé a tempranas horas de la mañana.
No tenía un hotel reservado ni un rumbo
fijo.
Decidí salir a la calle y tomé el metro
a la Puerta de Brandeburgo. Supuse que en el centro hallaría algo.
Efectivamente, en la explanada del monumento me encontré con un centro de ayuda
al turista y entré a pedir una reserva para algún hotel.
Primero hablé en inglés ya que no sé
alemán, pero tan pronto respondí: "México" como país origen, la mujer
de cabellos rubios que me atendió comenzó a hablar en español.
Aunque no he tenido problemas con el
inglés y le entendía perfectamente a su acento, siempre es bueno escuchar el
idioma natal de uno, especialmente si ya tenía más del mes que estaba viajando
en tierras extrañas y sin nadie con quién hablar en español.
—Hay varios hoteles cerca—me dijo—.
¿Quieres algún rumbo en especial?
—En el centro me gustaría.
—¿Cuánto dinero quieres gastar?
Los precios en Europa en comparación a
los de México son muy elevados, pero como había ahorrado durante buen tiempo, y
ya después de varias semanas pagando esos precios, en cierta forma los había
aceptado.
—Lo más caro que he pagado ha sido 25
euros por habitación. Algo aproximado—respondí y ella buscó en la red de los
hoteles y después de unos minutos encontró uno sencillo, de buena ubicación.
—Tengo uno a 22 euros. Cuarto con baño
integrado. Televisión, calefacción y en el centro. Todos tienen internet. Y el
desayuno está incluido.
—Está bien—afirmé y enseguida hizo la
reservación. Anotó los datos de mi pasaporte, se cobró los 5 euros de comisión
y el resto debería pagarlos en el hotel una vez que me registrara.
Me mostró un mapa, me indicó a dónde
debía ir y le entendí perfectamente. Le agradecí lo amable e informativa que
había sido y me encaminé al hotel.
Tomé el S-Bahn, la red ferroviaria del
transporte metropolitano de Berlíny me dirigí al el antiguo distrito de
Kurfürstendamm, hoy distrito de Mitte, a la estación de Zoologischer Garten.
Justo a unos cuantos metros del zoológico de Berlín.
Llegando ahí avancé por Joachimstaler
Str. hasta llegar a la esquina con Kurfürstendamm y ahí di vuelta a la derecha,
para caminar por Fasanenstraße donde llegué al hotel en pocos minutos.
Me registré, pagué el resto de los 22
euros y me fui a mi habitación a descansar un poco del viaje nocturno del tren.
A ella la conocí hasta la mañana
siguiente.
Esa tarde había salido a recorrer un
poco y comer una pasha cerca del museo del sexo que está en la calle
Joachimstaler, camino al zoológico.
Al día siguiente, fui a comer a las 9
para tomar fuerzas.
Había aprendido a comer poco y caminar
mucho. Pero donde siempre me recuperaba era en los desayunos de los hoteles. Si
bien era una comida muy sencilla, a veces lo era abundante, y otras veces era
un buffet.
En ese caso fue un buffet y debo decir
que fue el más variado que haya probado.
Ella estaba ahí, comiendo sola.
Me serví carnes frías, con tres tipos
de quesos y me hice un emparedado con un vaso de jugo.
No había nadie más en la habitación y
siendo amable me hizo un poco de plática.
En realidad era su hotel, o por lo
menos de su familia.
Ella vivía en Grambke, del ayuntamiento
de Freie Hansestadt Bremen pero estaba de visita en Berlín y usualmente se
hospedaba en el hotel de la familia.
Le gustaba saber de los huéspedes y así
asegurarse si estábamos bien atendidos.
Le agradecí el trato y poco a poco
comenzamos a platicar.
Le dije quién era, cuándo había llegado
y de dónde los visitaba. Una vez más alguien se extrañó que fuera mexicano. En
sí no muchos mexicanos visitan Europa central, la mayoría se mantiene en España
y quizá a Italia. Y a medida que subía al norte de Europa menos visitas había
de México, o por lo menos esa impresión tuve durante todo mi viaje.
Era demasiado temprano y los huéspedes
no se levantaban, así que platicamos un buen rato antes de que llegara una
familia más a desayunar.
En su conversación me habló de puntos
turísticos. Le comenté que había visto la puerta de Brandemburgo y enseguida me
recomendó lugares para visitar:
—Debes ir a Berliner Dom—dijo—. Es la
iglesia más bella de Berlín. También visita El Parque Tiergarten. La plaza de
Alexanderplat. La Torre del Holocausto y el Jardín del Exilio en el museo judío
de Berlín. El Parlamento Reichstag y así enlistó una serie de lugares muy
importantes para un berlinés.
»Y por último—agregó—. Tienes que pasar
por el Checkpoint Charlie. No puedes dejar de ir.
—¿Checkpoint Charlie? —pregunté.
—Es el más famoso de los pasos
fronterizos del Muro de Berlín entre 1945 y 1990. Se encuentra en la
Friedrichstraße, y abría el paso a la zona de control estadounidense con la
soviética, donde actualmente se unen los barrios de Mitte y Kreuzberg. Sólo se
permitía su uso a empleados militares y de embajadas de los aliados,
extranjeros, trabajadores de la delegación permanente de la Alemania Occidental
o la República Federal de Alemania (RFA) y funcionarios de la Alemania este o
la República Democrática Alemana (RDA).
Me pareció interesante y le prometí ir.
—Debes—dijo y se acercó a atender a una
familia de daneses que entraban a desayunar. Así fue entrando más huéspedes a
desayunar y cuando terminé de comer ya la había perdido de vista.
Esa día visité todos los lugares que me
dijo y tomé especial interés en el Checkpoint Charlie.
La denominación Charlie procede del
alfabeto fonético de la OTAN, y es su tercera letra. Checkpoint Alpha era el
paso de autopista en Helmstedt, Checkpoint Bravo el paso de autopista en
Dreilinden.
Cuando llegué me topé con cientos de
turistas procedentes de todas partes. De todos colores y tipos. Los había
rusos, japoneses, malayos, iraníes y demás. Todos se tomaban fotografías y
observaban los restos del muro de Berlín que aún conservan los restos de
pinturas rebeldes o críticas a la Unión Soviética que mantenía encerrados a los
alemanes.
Por un lado estaban las fotografías
cronológicas del muro desde su inicio hasta la caída en el 89, y por otro lado
estaba la división marcada en el piso que indicaba dónde pasaba el muro, dónde
la parte occidental y por dónde la parte este.
Avancé un poco más y me hallé con
vehículos antiguos de esa época que están ahí en exhibición para que se
conociera el modo de vivir de los alemanes en la parte soviética cuando en el
resto del mundo la tecnología avanzaba.
El muro de Berlín había sido uno de los
símbolos más importantes de la Guerra fría.
Muchas personas murieron en el intento
de superar la dura vigilancia de los guardias fronterizos de la RDA cuando
cruzaban hacia la parte occidental. No se conoce el número total de víctimas
Unos dicen que fueron 270 personas y otros que 125. Aún no se ponen de acuerdo.
Cierto es que fue una infamia. Y es uno de los recuerdos más dolorosos para los
alemanes.
Había fotos de algunas víctimas que
intentaron cruzarla y fotos de soviéticos armados con miradas frías e incluso
odio en sus ojos.
Nadie de los turistas decía nada. Había
una especie de silencio, sólo un murmuro, en el ambiente. Miedo, respeto tal
vez.
Tomé un par de fotos y seguí visitando
la ciudad.
Cuando llegué al hotel la encontré en
el comedor.
No era muy tarde, pero se sentía la
noche, especialmente cuando la hallé con las luces apagadas. Al principio
supuse que no había nadie, pero al pasar por la puerta del desayunador pude ver
la silueta de una persona sentada a la mesa y vi que era ella.
No hacía nada, sólo se mantenía ahí.
Pensé en decirle las buenas noches y
seguir mi camino al cuarto pero había un dejo de tristeza en el aire y toqué a
la puerta quedamente.
—Buenas noches—dije en inglés y ella se
volteó.
Al principio quiso esconder algo, pero
lo hizo de una manera tan torpe que se delató enseguida. Estaba bebiendo.
Había bebido toda la tarde y no podía
esconder que era una alcohólica.
No supe qué decir, así que mencioné lo
primero que se me ocurrió:
—Ya fui al Checkpoint Charlie.
Y se echó a llorar.
Me sentí como un idiota y le ofrecí
disculpas.
Entones me dijo que su familia era
propensa al suicidio.
Era algo que cargaba y por alguna razón
quiso contármelo. Aún no sé por qué lo hizo, pero la escuché a cada momento.
—Quizá la maldición comenzó con mi
bisabuelo—aclaró—. Quizá—repitió.
»Él había servido en la primera guerra
mundial, había visto morir a muchos hombres y varios de ellos se habían
derruido en sus brazos. Por lo que conocía perfectamente los estragos de la
guerra así que cuando su hijo, mi abuelo, fue enviado a filas en la segunda
guerra, mi bisabuelo se deshizo por dentro.
»No objetó, sólo aceptó la comisión
como soldado que había sido pero dicen que desde ahí se sintió morir. Se le
había quitado el brillo de los ojos y su caminar era lento y cabizbajo.
»Mi abuelo tenía una esposa e hijo de
tres años.
»Estuvo al frente unos meses y fue
suficiente para que cambiara toda su vida.
»En una carta que le escribió a mi
abuela confesó que había cambiado tanto por los horrores de la guerra que se sentía
un extraño cada vez que tenía permiso por un par de días. No deseaba volver a
casa, ni siquiera en navidad. Se sentía inmerecido ante la dicha de la familia
y decidió no regresar.
»Después lo mandaron a la "guerra
de ratas" en la batalla de Stalingrado donde cuatro millones de personas
perdieron la vida. Fue una masacre y la más sangrienta en la historia de la
humanidad.
»No sabemos bien qué sucedió, algo
horrible supongo, sólo sabemos que un día ya no pudo soportarlo y se voló la
cabeza con su Luger.
»Ahí comenzó todo en realidad.
»Mi abuela, en casa, una mañana
descubrió a mi padre muerto y lloró tanto que se suicidó. Un vecino la encontró
pocos minutos después y alcanzó a darle respiración artificial al bebé. Sólo se
había atorado con algo. Pudieron salvarle la vida a él, pero no a mi abuela.
»Lo adoptaron tiempo después y se hizo
de tres hermanos. Mis tíos.
»Los tres crecieron y tuvieron familia.
»Entonces el 13 de agosto de 1961
construyeron El Muro de Protección Antifascista y a mi familia le tocó vivir en
el lado este.
»Justo cerca del Checkpoint Charlie.
Y me habló del muro.
Era algo tan vívido y tan
importante en ella que la dejé hablar todo el tiempo necesario.
Ella había nacido en 1980 y justo le
tocó vivir en el encierro. Las noticas, la moda, la tecnología, todo era como
en el pasado. El progreso no avanzaba y la modernidad no llegaba a sus suelos.
Los soviéticos no permitían que nada del exterior llegare y tratar de cruzar
del lado este al oeste era un crimen por lo que no tenían ningún reparo en
acribillar al que lo intentara.
Por lo mismo, el siguiente en su
herencia fue uno de sus tíos que no pudo soportarlo.
Él, junto con unos amigos habían
decidido cruzarlo a medianoche arriesgándose a todo. Dos familias enteras,
madre, padre e hijos; arriesgándose a mitad de la noche en lo más profundo de
la oscuridad para cruzar del otro lado.
Todos fueron arrestados y al poner
resistencia, las metrallas abrieron fuegos y sólo quedó su tío parado ahí con
las manos en el aire, observando la sangre de su familia en el suelo.
Suicidio por manos soviéticas, dijo.
Ya no le importaba nada, así que les
saltó encima.
No tenía pelea, no podía hacer nada.
Aún así les saltó encima y lo acribillaron.
Y el encierro continuó.
Ella había vivió en la parte este unos
9 años hasta que se derrumbó el muro en el 89 y sólo recuerda que sus padres la
llevaban en brazos a recorrer las calles.
No lo recordaba muy bien, había sido
hace tanto, pero no podía olvidar los gritos de felicidad de la gente. Era
plena noche, todos salían de sus casas y se aglomeraban en las calles. Gritaban
y corrían por doquier. Se acercaban al muro y ahí mismo comenzaron a
derrumbarlo con lo que fuera, con palos, piedras, patadas.
Era la felicidad absoluta.
Casi 30 años de opresión se desvanecían
en un sólo instante.
El Checkpoint Charlie ya no existía.
Era obsoleto.
Se podía cruzar sin documentos, sin
miedo a las armas, ni ser muerto en plena calle.
Su madre la cargaba y lloraba a cada
paso.
Le señalaba a todos lados y veía cada
acción de la gente, hasta que ya no pudo más y se derrumbó de gloria, dejándose
caer de rodillas y recargarse en el hombro de su papá.
—Fue el momento más feliz para todos y
es quizá el único que he tenido—agregó antes de que se le quebrara la voz.
»Después de eso, continuó la maldición.
»Mi madre, sin explicación alguna se
suicidó 12 años después en el 2001.
»Yo tenía 21 años. Ya vivía por mi lado
y sólo me llegó la noticia por teléfono. Ni siquiera supimos por qué. Sólo lo
hizo sin siquiera avisarnos.
Pero no sólo eso, era como si su pena
se extendiera a los demás, había dicho.
Su esposo se había suicidado hacía tres
meses y se culpaba por ello. No lo podía soportar y sólo se calmaba cuando
bebía hasta caerse de borracha.
La habían enviado a Berlín a
tratamiento y no parecía hacerle efecto.
No supe muy bien qué decirle. En sí no
he tratado con alcohólicos. Mi padre sí, médico psicoterapeuta daba pláticas en
AA. Pero yo nunca fui y no conozco los 12 pasos. En sí mis amistades no son
bebedores y salvo unos pocos amigos en realidad no me relaciono con mucha
gente.
Así que sólo la escuché.
Atendí cada palabra que me decía e
incluso le dejé llorar en mi hombro.
—No sé qué haré de mi vida—dijo—. Perdí
mi trabajo y mi familia. No tengo a nadie más.
—Aún tienes a tu tío, el hotel—comenté.
—Sí—dijo y bebió un trago.
—Es un buen lugar para vivir—agregué
recordando la situación política de mi país. El hotel me gusta, puedes conocer
a alguien más, supongo. Continuar tu vida. Y cuando menos te lo esperes ya todo
se habrá superado.
—Sí—susurró—. Quizá tengas razón. Sea
lo que sea…—calló un momento y después agregó—: sé cómo moriré.
»Está en mi naturaleza.
Esperaba que en ese mismo instante se
cortara el cuello o se envenenara.
Pero sólo se calló y me quedé a su
lado, ambos sentados en silencio sin decir una sola palabra.
No le tomé la mano en señal de cariño
ni de compresión, no le pasé el brazo por el hombro y ni siquiera le di una
palmadita en la espalda. Sabía que ninguna de mis acciones triviales le
quitaría un peso de encima. La entendía perfectamente. He conocido demasiados
seres extraños en este mundo. He escuchado varias historias y he visto gente
tan triste que no tienen deseos de nada, más que de sobrevivir.
Una vez una chica lloró tanto que
vomitó y aún así el dolor nunca se esfumó.
Por lo tanto sólo permanecí a su lado
hasta que la misma noche terminó por derrotarnos y ambos nos fuimos a dormir.
Esa vez dormí con una sensación de
malestar en el estómago y perdí los deseos de comer pasha.
Al día siguiente la encontré en el
desayunador y me habló como si la noche anterior nunca hubiera pasado.
Conversamos un poco de Berlín y para el otro día, al dejar el hotel me despedí
de ella. La hallé coqueteando con un turista que por su fisonomía y acento me
dio la idea de que era italiano.
La hallé tan contenta que me sentí
mejor.
Al principio no dije nada y permanecí
callado un momento observando cómo le sonreía y su mirada me recordaba a la
expresión de A. cuando éramos novios en la universidad antes de que
desapareciera.
Hacía tanto tiempo que no veía esa
mirada que creí que nunca más la volvería a ver.
Y me sentí lleno de gloria.
Era como si todo el pesar de la noche
anterior hubiera desaparecido.
Recordé la frase cursi que había leído
una vez en un cómic mexicano de tercera clase: "no se puede vivir sin
amor". Y me convencí a mí mismo que si ellos dos se unían, de una forma u
otra y se encontraran a sí mismos, quizá, sólo quizá la maldición familiar
terminaría.
Me acerqué a saludar a ambos y ella me
sonrió.
Le vi el brillo en sus ojos y me echó
una mirada alegre y presentí algo. Quizá no lo había encontrado a alguien que
le daba sentido a su vida. Pero por lo menos lo buscaría.
Satisfecho me fui caminando al metro
cargando con mi mochila sobre mi espalda y tomé el tren hacia Hamburgo. Luego
Ámsterdam. De ahí a Bruselas, Brujas, París, Barcelona, Madrid y de regreso a
la ciudad de México.
Ya en mi país regresé a mi estilo de
vida. Continué haciendo mis cosas y di mis talleres de cine, donde me relacioné
con Álvaro que regentea mis clases de audio; a Luis que interpreta a un
coreano, a Marivii a quien me gusta asustarla con cortometrajes de terror, y a
otros más.
Publiqué dos libros y sin darme cuenta
dejé de pensar en ella hasta que vi las noticias en Internet.
Mujer de 31 años se suicida en el punto
turístico Checkpoint Charlie en Berlín.
Leí la nota completa y cerré el
navegador de Internet, escribí un par de líneas a mi novela, y después me fui a
la cocina a hacerme de cenar.
Observé el huevo freírse en la sartén
por 2 minutos y comencé a recordar:
—Es como si mi pena se extendiera a los
demás—dijo—, quizá es por sólo tocarlos. O únicamente por hablar con alguien.
Conocerlo ya es suficiente, posiblemente. A veces veo a una persona
directamente a los ojos y puedo reconocer su final.
»¿Quieres saber qué veo en los tuyos?
—preguntó.
—No es necesario—respondí y nos
quedamos callados.
Después de eso recordé la mirada de
coquetería que le había visto al saludar al italiano y el rostro de A. llegó
como un flashazo ante mis ojos.
Aún no he sabido por qué se suicidó.
No dejó carta. No lo explicó en un
correo.
Simplemente la hallaron en casa,
envenenada con pastillas y me enfurecí tanto que tiré el sartén al suelo y estrellé
el plato en el muro. Rompí algunos trastes y di una fuerte patada a la puerta
que aún el día de hoy tiene un agujero en la parte inferior y no tengo
intenciones de repararla.
Me pregunto si la maldición de su
familia había llegado a mí incluso antes de haberla conocido.
Me pregunto si afectaré a terceras
personas o si ya lo he hecho.
Me pregunto si me casaré o me esfumaré
en la soledad.
Me pregunto cómo acabará la historia,
pero supongo que no importa, ¿o sí?
Foto tomada en Berlín.
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