Había una vez, o
tal vez nunca hubo, un pueblo, tal vez un imperio, abandonado, alejado de las
montañas y de todo vestigio de civilización humana, desterrado a un desierto
amordaz y feroz como ninguno, el cual nadie, en toda la crónica de la
humanidad, visitó jamás. Su cultura no era conocida; su lenguaje no era
mencionado en los libros de historia; y sus pobladores no eran reconocidos en
algún documento antiguo, siendo éstos la tribu más recóndita del infierno,
separada inclusive de algún dios reconocido que los protegiera.
Un día, después de
mil años de vivir entre la eterna separación de los hombres, los sabios se
reunieron a las puertas de la plaza principal para formular, entre todos, una
solución al problema que los agobiaba.
—Necesitamos algo
que represente nuestra cultura—dijo el sabio mayor—. Algo tan grande e
importante que sea imposible para los demás pobladores no enterarse de ello,
para que bajen a Palas y conozcan nuestra cultura y seamos mencionados en los
libros de historia.
Los hombres sabios
se observaron entre ellos y asintieron con la cabeza sin referirse a nada en
especial. Al día siguiente todo el pueblo estaba reunido en el anfiteatro de
Palas.
—Debemos mostrar
nuestra teoría matemática que explica el universo—propuso uno de ellos.
—No—contestaron.
—Revelar entonces
el origen de la vida que conocemos.
—No.
—Expliquemos pues
la existencia del hombre.
—No—dijo el
sabio—. Necesitamos algo semejante a su mundo. Nada de nuestra cultura es
reconocible a su civilización. Tenemos que atraerlos con algo erradicado de su
forma de vida.
>>Y después
mostraremos nuestra cultura.
—Un castillo—dijo
un niño—, uno tan grande y llamativo que llame la atención de cualquiera.
—No—apuntaron—,
algo más estúpido.
—Cientos de
celebridades reunidas en un solo punto.
—No.
Y entonces un niño
retardado mental se acercó a la plaza.
—Un
monumento—dijo—, un gran y maldito monumento.
La propuesta fue
aceptada por todos. Se decidió crear una gran cabeza de mujer a las puertas de
Palas, como un escudo que protegiera al pueblo.
Los sabios se
reunieron esa misma noche para establecer el proyecto y distribuir los trabajos
a los pobladores.
Al día siguiente
la cabeza de mujer comenzó a ser erigida.
Los guerreros
dejaron sus armas y tomaron picos y martillos; las mujeres desatendieron a sus
hijos y se congregaron para alimentar a sus hombres. Y los demás locales
observaban las acciones de sus valientes defensores mientras esperaban atentos
a que el gran y maldito monumento estuviere terminado, listos para recibir a
los demás hombres de las otras esquinas del mundo.
Y los días
transcurrieron. Los niños miraban hacia arriba y observaban las lunas pasar por
decenas, esperando sin recibir nada a cambio. Y cuando se creía que el proyecto
avanzaba todo parecía complicarse y había que empezar de nuevo.
Los guerreros
parecían perder fuerza y las mujeres se cansaban de visitarlos cada día. Los
locales dejaron de observar por encima de sus hombros esperanzados en observar
alguna silueta que se acercara a su aldea.
Con el tiempo y al
ver que los guerreros se demacraban, los locales abandonaron sus oficios y se
enlistaron para sustituir a los hombres fuertes que perecían. Las jóvenes
damiselas tomaron los alimentos y se reunieron a sustentar a los locales junto
con sus madres cansadas y lastimadas.
Y los años
sucedieron.
El proyecto
parecía no progresar y nada avanzaba.
Fue proclamado por
los hombres sabios, dominantes del pueblo, que ningún ser vivo en Palas estaría
excluido de trabajar en el gran y maldito monumento.
Las labores fueron
otorgadas una vez más. Los guerreros habían encanecido y perdido totalmente sus
fuerzas, inclusive algunos habían fallecido. Ningún oficio diferente al
proyecto sería atendido: los pintores ya no pintaban; los escritores ya no
escribían; los científicos ya no pensaban. Y cualquier mujer perdió la
esperanza de contraer nupcias con sus amantes. Los niños renunciaron al juego y
se unieron al trabajo como hombres importantes. Ninguna risa o conversación fue
escuchada a partir de eso. Sólo se oía, a mitad del día, un martillar y
golpeteo incesante de piedras a la puerta de la plaza.
Y, una vez más,
los tiempos acaecieron.
Y el gran y
maldito monumento aún no había sido terminado.
Los sabios
perdieron la vista de tanto observar a los hombres trabajar. Los pobladores se
emputrecieron y sus cuerpos se deglutieron entre ardor áspero de las negras
ocupaciones de sus cerebros atrofiados; las mujeres encanecieron y sus bellezas
se disiparon entre las duras facciones de rostros abatidos y ya muertos; ningún
niño existía más, todos crecieron atrofiados y con los cuerpo deformados,
necrosos por el agobiante esfuerzo de la eterna labor; y las jóvenes damiselas
encorvaron sus cuerpos secos y decolorados; envejeciendo sin ningún rastro
misterioso de juventud en sus ojos bulbosos y purulentos.
Y aún así
continuaron trabajando por años, miles y miles de segundos.
Hasta que un día,
después de casi una eternidad observaron frente a ellos y encontraron que el
gran y maldito monumento finalmente había sido edificado. Contentos estuvieron
a punto de reír y voltearon a verse para acompañarse en su felicidad. Empero,
descubrieron que sólo existían tres hombres en todo el pueblo. Y ninguno de
ellos se conocía. Echaron un rápido vistazo a la gran cabeza de mujer y mirando
hacia abajo escupieron. Se dieron la vuelta y se marcharon sin voltear atrás.
Jamás regresaron.
Y cuenta la
leyenda que en una sucia y recóndita biblioteca abandonada de una ciudad casi
perdida existe un librero antiguo con papeles viejos y amarillentos donde
existe un documento áspero y raquítico en el cual se menciona, no el nombre del
pueblo; no su cultura; no su población, no su lenguaje. Sólo un gran y maldito
monumento.
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