martes, 14 de agosto de 2012

El Escudo de Palas



Había una vez, o tal vez nunca hubo, un pueblo, tal vez un imperio, abandonado, alejado de las montañas y de todo vestigio de civilización humana, desterrado a un desierto amordaz y feroz como ninguno, el cual nadie, en toda la crónica de la humanidad, visitó jamás. Su cultura no era conocida; su lenguaje no era mencionado en los libros de historia; y sus pobladores no eran reconocidos en algún documento antiguo, siendo éstos la tribu más recóndita del infierno, separada inclusive de algún dios reconocido que los protegiera.
Un día, después de mil años de vivir entre la eterna separación de los hombres, los sabios se reunieron a las puertas de la plaza principal para formular, entre todos, una solución al problema que los agobiaba.
—Necesitamos algo que represente nuestra cultura—dijo el sabio mayor—. Algo tan grande e importante que sea imposible para los demás pobladores no enterarse de ello, para que bajen a Palas y conozcan nuestra cultura y seamos mencionados en los libros de historia.
Los hombres sabios se observaron entre ellos y asintieron con la cabeza sin referirse a nada en especial. Al día siguiente todo el pueblo estaba reunido en el anfiteatro de Palas.
—Debemos mostrar nuestra teoría matemática que explica el universo—propuso uno de ellos.
—No—contestaron.
—Revelar entonces el origen de la vida que conocemos.
—No.
—Expliquemos pues la existencia del hombre.
—No—dijo el sabio—. Necesitamos algo semejante a su mundo. Nada de nuestra cultura es reconocible a su civilización. Tenemos que atraerlos con algo erradicado de su forma de vida.
>>Y después mostraremos nuestra cultura.
—Un castillo—dijo un niño—, uno tan grande y llamativo que llame la atención de cualquiera.
—No—apuntaron—, algo más estúpido.
—Cientos de celebridades reunidas en un solo punto.
—No.
Y entonces un niño retardado mental se acercó a la plaza.
—Un monumento—dijo—, un gran y maldito monumento.
La propuesta fue aceptada por todos. Se decidió crear una gran cabeza de mujer a las puertas de Palas, como un escudo que protegiera al pueblo.
Los sabios se reunieron esa misma noche para establecer el proyecto y distribuir los trabajos a los pobladores.
Al día siguiente la cabeza de mujer comenzó a ser erigida.
Los guerreros dejaron sus armas y tomaron picos y martillos; las mujeres desatendieron a sus hijos y se congregaron para alimentar a sus hombres. Y los demás locales observaban las acciones de sus valientes defensores mientras esperaban atentos a que el gran y maldito monumento estuviere terminado, listos para recibir a los demás hombres de las otras esquinas del mundo.
Y los días transcurrieron. Los niños miraban hacia arriba y observaban las lunas pasar por decenas, esperando sin recibir nada a cambio. Y cuando se creía que el proyecto avanzaba todo parecía complicarse y había que empezar de nuevo.
Los guerreros parecían perder fuerza y las mujeres se cansaban de visitarlos cada día. Los locales dejaron de observar por encima de sus hombros esperanzados en observar alguna silueta que se acercara a su aldea.
Con el tiempo y al ver que los guerreros se demacraban, los locales abandonaron sus oficios y se enlistaron para sustituir a los hombres fuertes que perecían. Las jóvenes damiselas tomaron los alimentos y se reunieron a sustentar a los locales junto con sus madres cansadas y lastimadas.
Y los años sucedieron.
El proyecto parecía no progresar y nada avanzaba.
Fue proclamado por los hombres sabios, dominantes del pueblo, que ningún ser vivo en Palas estaría excluido de trabajar en el gran y maldito monumento.
Las labores fueron otorgadas una vez más. Los guerreros habían encanecido y perdido totalmente sus fuerzas, inclusive algunos habían fallecido. Ningún oficio diferente al proyecto sería atendido: los pintores ya no pintaban; los escritores ya no escribían; los científicos ya no pensaban. Y cualquier mujer perdió la esperanza de contraer nupcias con sus amantes. Los niños renunciaron al juego y se unieron al trabajo como hombres importantes. Ninguna risa o conversación fue escuchada a partir de eso. Sólo se oía, a mitad del día, un martillar y golpeteo incesante de piedras a la puerta de la plaza.
Y, una vez más, los tiempos acaecieron.
Y el gran y maldito monumento aún no había sido terminado.
Los sabios perdieron la vista de tanto observar a los hombres trabajar. Los pobladores se emputrecieron y sus cuerpos se deglutieron entre ardor áspero de las negras ocupaciones de sus cerebros atrofiados; las mujeres encanecieron y sus bellezas se disiparon entre las duras facciones de rostros abatidos y ya muertos; ningún niño existía más, todos crecieron atrofiados y con los cuerpo deformados, necrosos por el agobiante esfuerzo de la eterna labor; y las jóvenes damiselas encorvaron sus cuerpos secos y decolorados; envejeciendo sin ningún rastro misterioso de juventud en sus ojos bulbosos y purulentos.
Y aún así continuaron trabajando por años, miles y miles de segundos.
Hasta que un día, después de casi una eternidad observaron frente a ellos y encontraron que el gran y maldito monumento finalmente había sido edificado. Contentos estuvieron a punto de reír y voltearon a verse para acompañarse en su felicidad. Empero, descubrieron que sólo existían tres hombres en todo el pueblo. Y ninguno de ellos se conocía. Echaron un rápido vistazo a la gran cabeza de mujer y mirando hacia abajo escupieron. Se dieron la vuelta y se marcharon sin voltear atrás. Jamás regresaron.
Y cuenta la leyenda que en una sucia y recóndita biblioteca abandonada de una ciudad casi perdida existe un librero antiguo con papeles viejos y amarillentos donde existe un documento áspero y raquítico en el cual se menciona, no el nombre del pueblo; no su cultura; no su población, no su lenguaje. Sólo un gran y maldito monumento.

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