Tomó la pluma y escribió K. en el papel. Sólo K.
Y en un instante de confianza exclamó:
—Quizá esta letra me pertenezca a mí.
Posiblemente fue el único escritor que hizo suya una letra del
alfabeto, en la historia de la literatura.
K. salió de la habitación y caminó por las calles empedradas de Praga.
Había escrito una carta a un amigo, que, habiéndose distanciado de él, quería
aún mantenerse en contacto. Así pues caminó casi erguido tratando de no
arrastrar los pies, directo a las oficinas de correos. Empero, a una cuadra
para llegar al antiguo edificio, se topó con un extraño cartel donde se
comentaba sobre un artista del finamiento. El cartel lucía antiguo, desgastado,
y con un diseño tan antiquísimo que K. se sintió remontado a un siglo atrás
como si hubiera viajado en el tiempo. No recordaba haber visto nunca dicho
cartel y estaba seguro que no había estado ahí en la mañana de ese mismo día.
Sin embargo, con los adjetivos del artista del finamiento más grande de todos
los tiempos, K. se sintió atraído y sin darse cuenta desvió su camino para marchar
en dirección contraria alejándose cada vez más de la oficina de correos, y
encaminarse hacia la función del artista del finamiento.
Así que arribó al espectáculo y lo admiró.
Era un hombre sentado en su jaula observando a toda la gente que lo
visitaba. Aunque cabe decir que en ese momento sólo K. y un niño mongoloide
estaban ahí observándolo.
En las últimas décadas, la audiencia del inmortal había disminuido
enormemente. Antes era un gran negocio las exhibiciones de estos artistas. Se
sacaba la jaula a los emplazamientos de mayor atracción para los espectadores.
Ellos, al sentir la emoción de aquél hombre y su secreto de vida, se reunían
alrededor de la jaula a contemplarlo por horas enteras. Se pagaba muy caro por
verlo, es cierto, no obstante era un lujo que deseaban darse.
Había exhibiciones en el día para todas las jerarquías.
En la mañana, siendo el mejor horario, por brillar el día tan hermoso y
agradable, era para la gente elegante de la comunidad de clase alta: caballeros
y damas se confluían al frente de la jaula a observarlo. Sentados en sus
lujosos muebles que eran ofrecidos por el dueño del circo para mayor elegancia.
En la tarde, después de la hora de comer, era el horario de clase
media. Hombres y mujeres se aglomeraban en la jaula. Si hubiere alguno que
quisiera disfrutar más del espectáculo, llevaba una silla de su casa y se
sentaba a mirarlo. Y si tenía suerte podía llegar a la hora de la comida y verlo
engullir como cualquiera.
Y el horario nocturno, al oscurecer el día. Sin lámparas ni comodidad
alguna para sentarse a descansar, puesto que era el peor horario, destinado a
la clase baja. Asistían hombres alcoholizados, mujeres gordas, deformes y corrientes;
niños desnutridos, prostitutas sifilíticas y demás extrañezas que en el día no
eran bien recibidos. Estos se amontonaban cubriendo la jaula, se peleaban entre
ellos en un intento de apoderarse del mejor lugar posible para percibirlo.
Pasaron los días y su interés por el artista del finamiento, aumentaba.
Se corría la voz y provenientes de todos los países y reinos se reunían para
verlo. Algunos conversaban con él y transcurrían horas que se esfumaban
rápidamente en la emoción de escuchar su epopeya. El inmortal les explicaba
como había sucedido la historia de la de la humanidad. Contaba, paso a paso, su
vida a través del tiempo. Relataba cómo, sin poder morir, conoció desde los
egipcios hasta el imperio Mongol, Pasó por la guerra de Troya, la destrucción
de Sodoma y Gomorra; la revolución francesa; la conquista de la Nueva España;
el Rey Arturo y su búsqueda del Santo Grial; e inclusive la unificación de Japón en manos de Oda
Nobunaga. Algunos le cuestionaban sobre la masacre del día de San Bartolomé y
él contestaba emocionando narrando hasta el último detalle: o sobre la
Inquisición de la que él había huido; también de Beethoven que de él un
concierto había escuchado. Y otros más lo interrogaban sobre Jesús y él narraba
sus parábolas que escuchó desde su propia palabra.
Y así las horas corrían en su interesante e increíble plática.
Por eso el inmortal tenía aquellas visitas. Era bien recibido y visto
por la sociedad de la época. Conocía el mundo en todos sus años. Así pues se le
quería y adoraba como un dios. Se le ofrecían grandes comidas y lujosos
platillos. Y él comía ahí, enfrente de todos, con placer y orgullo ante los
hombres.
Su jaula se limpiaba diariamente.
En la mañana, antes del espectáculo, y en la noche, después de la
exhibición.
Y él, robusto y contento daba las gracias al público por su bien
recibimiento en Praga. A veces se levantaba, mostrando su escultural cuerpo y
agradecía haciendo reverencias a las damas mientras su envidiable cabellera,
larga y oscura caía sobre su beldad de rostro. Algunas doncellas se enamoraban
perdidamente de él. Empero, por ser parte del circo, se conformaban con
admirarlo, nunca con tocarlo, mucho menos por obsequiarle sus virtudes. No era
bien visto que un inmortal fuera cortejado por una señorita.
Y otras veces, él tan sólo sentado en sus cojines de plumas, alzaba la
mano y ofrecía al público una mejor historia para al día siguiente.
Vivió así muchos años, tantos que los niños que algún día lo visitaron,
le presentaron a su esposa e hijos. Y algunos hasta a sus nietos. Y los nietos
de ellos, a su vez, llevaron a sus nietos. Y los bisnietos de los bisnietos
también lo visitaron.
Lo cierto, es que un día, el mencionado artista se vio abandonado por
el público que se hastió de ver a un hombre que no fenecía no importara cuántos
años o vidas transcurrían. Prefirieron buscar otras diversiones. Se decía que
él conocía la historia como realmente sucedió. El principio encantaba esa
noción pero, al paso del tiempo, difería con la historia contada por los libros
de texto y se le calificó como anarquista y enemigo del conocimiento, y no
solamente del país sino del mundo entero. Así pues se le prohibió hablar de
leyendas. Y el número de visitantes, después de eso, se redujo. También
disminuyó su comida. Los empresarios del circo—que cambiaban de generación en generación—al
notar el pequeño número de visitas, decidieron no gastar un dinero que ya no se
obtenía en el espectáculo en algo inútil. Puesto que él no moría, el comer o no
comer no le afectaba. Por lo mismo se negaron a alimentarlo. De vez en cuando
algunos niños le arrojaban cacahuates y él, hambriento, los devoraba.
Con el tiempo y la falta de alimentos adelgazó. Perdió su belleza y su
cuerpo quedó reducido a nada. Sus miembros eran huesos por entre la piel
reseca. Y su rostro era pálido, cansado y muerto. También su orgullosa
cabellera había caído. Sólo conservaba sus rizos oscuros entre el polvo de la
jaula. El empresario había erradicado todo lujo: su jaula ya no se lavaba y se
acumulaban las heces del artista; su lujoso cojín era sólo un sucio, viejo e
incómodo colchón; y sus barrotes ennegrecidos y oxidados.
Los carteles antes brillosos y atractivos se pusieron negros por la
suciedad y el polvo. Fueron cortados y en varios casos arrancados para limpiar
el estiércol de los animales.
Bajo estas condiciones el público lo abandonó y pasaron meses, años,
sin que nadie visitara su jaula. Y si alguien, perdido entre las calles,
caminaba por ahí, daba una rápida vista y se retiraba.
La gente lo había olvidado y tan sólo quedaba el recuerdo en
amarillentas hojas escondidas, perdidas en una desolada y sucia biblioteca,
casi en ruinas, de los barrios viejos de Praga.
K. un día, al terminar su jornada de trabajo burocrático, salió a
caminar pensando en un hombre convertido en un insecto. Y casi sin darse cuenta
a una vieja biblioteca entró. Pasó horas leyendo en la más completa soledad sin
que nadie o nada lo disturbara. Y ahí entre papeles amarillentos encontró un
sucio y desgastado cartel que anunció a un artista del finamiento. Intrigado y
emocionado K. fue a visitarlo.
Cuando llegó sólo un niño mongoloide ocupaba un lugar frente al
inmortal. K. se acercó a la jaula y el niño asustado se marchó.
El inmortal ni siquiera se había dado cuenta que K. estaba ahí.
—¿Todavía es el espectáculo? —K. le preguntó—. El cartel tiene un
siglo.
El hombre con llagas en el cuerpo, sin saber si era una visita, o sólo
sus ojos que lo engañaban, levantó dolorosamente la cabeza intentando observar
casi ciego, el rostro de K. pero en medio de la oscuridad sólo recibió un
diminuto esplendor que se perdía a lo lejos. Cansadamente movió su cuerpo y se
asemejó a un costal de piel sangrante con huesos deformados, con rodillas
reventadas y atrofiadas. Le hizo señas con el dedo amorfo y destrozado con
pérdida total de sensibilidad para que K. se acercara a él. K. tuvo que
agacharse ante él ya que con el tiempo su estatura había disminuido enormemente
y su espalda deformemente se había encorvado.
—¿Qué quieres? —preguntó K. a su oído aniquilado.
Perdóneme—exclamó lentamente tardando un minuto en hablar.
—¿Por qué? —cuestionó fuertemente K. al observar su oreja sangrante
temiendo que no escuchara bien.
Por la historia—tardó dos minutos en contestar por lo cansado de su
condición.
—¿La historia?
—Sí, la historia real del mundo—demoró dolorosamente mientras le
sangraba la boca, diez minutos en contestar.
—Sí.
—La he olvidado—y ahí de pronto se desmayó.
K. dio la vuelta sin observarlo y finalmente se marchó. Y se perdió
entre la niebla caminando por las calles empedradas de Praga.
En ese momento el cielo oscureció.
Monumento a Kafka en Praga. Foto tomada en el 2011.
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