miércoles, 13 de junio de 2012

Viaje a Civitavecchia

Si me fuera a suicidar—dijo la chica de cabellos trigueños mientras jugábamos a las cartas en el crucero a Civitavecchia—no escribiría una carta de suicidio.
»Para ese entonces ya lo habría comunicado de varias formas: lo habría dicho entre dientes y bromas a mis amigos, lo habría informado en cuentos cortos, lo habría posteado incluso en las redes sociales, de una forma u otra ya lo habría estado diciendo por mucho tiempo y de diversas maneras que si ninguno de mis amigos o familiares se hubiera dado cuenta no valdría la pena confirmarlo en una carta de suicidio. Si nadie se percató de ello no tendría caso. Y podrían irse todos al carajo… Cheater—escupió al ver cómo acomodé mis cartas frente a ella y le gané la partida.
Era una chica agradable, de nombre Sarah procedente de Estados Unidos la conocí en la fila esperando el ferri en el puerto de Barcelona.
Estaba parado en la salida de la estación, aunque no sabía exactamente si era la salida de la estación al puerto o la entrada al ferri estacionado en el puerto. Sea lo que sea había más de 30 personas a mi alrededor con la misma pregunta.
Todos viajábamos a Civitavecchia y ninguno tenía una idea exacta de cuál era el procedimiento. Todos suponíamos que ahí nos recibirían el billete y nos indicarían hacia donde ir para encaminarnos al ferri.
Pero al haber más de tres entradas o salidas a diferentes partidas nadie sabía con exactitud si en donde nos encontrábamos era efectivamente la correcta a nuestro destino.
—¿Esta en la salida a Civitavecchia?—escuché una voz en perfecto inglés y cuando giré la cabeza la vi parada frente a mi cargando una gran mochila a su espalda. De pantalones cortos, con chanclas negras, una playera blanca por donde resaltaban un traje de baño debajo de su ropa y una gorra que le cubría la cabeza y su larga cabellera trigueña.
Le respondí en un inglés torpe siendo yo de español como lengua natal.
—En la taquilla me dijeron que sí, yo también voy para allá.
Bajó su mochila al suelo y descansó su cuerpo, se veía muy agotada. Aspiró un poco de aire y exhaló de buena gana.
—Me llamo Sarah—dijo, pero yo no recuerdo haberle dicho mi nombre. Supongo que lo hice ya que respondí amablemente a su saludo, sin embargo no recuerdo haberle dicho nunca: “me llamo tal”. Empero tres horas después ella hacía bromas con mi nombre mientras jugábamos a las cartas.
Colocaba una carta en la mesa junto al montón y cantaba: “Alejandro”.
—¿Conoces a Lady Gaga?—preguntó y siguió cantando.
Ella era maestra de primaria en su país y de vez en cuando daba clases a alumnos de la minoría, especialmente salvadoreños. Le gustaba hacerlo y se sentía muy cómoda, le agradaban los niños y jugaba con ellos entre clase y clase.
Ya se sentía muy grande a pesar de su corta edad, sólo tenía 25 años, pero al ya tener un trabajo estable como profesora y con alumnos de sólo la mitad de su edad se sentía muy grande y un día pensó que no había hecho nunca un viaje.
De su país es muy común que los jóvenes de entre los 15 a los 20 y tantos años salgan de su casa, mochila al hombro, preparativos para campamento con intenciones de viajar. Algunos van a América del sur y otros cruzan el océano con dirección a Europa.
Ella ya se sentía muy grande, a veces sentía que rebasaba la edad estipulada y un día, pensando que ya dentro de poco tendría un novio estable con un compromiso formal de pronto matrimonio y posibilidad de hijos, sintió que si no lo hacía en ese momento difícilmente lo haría después. Así que en sus vacaciones, se había armado de valor: se consiguió una mochila lo suficientemente resistente para un viaje de un mes, utensilios necesarios para irse de campamento incluyendo una bolsa de dormir, y unos boletos de trenes para viajar 15 días flexibles durante tres meses por toda Europa.
Lo único de lo que se arrepentía era de no traer ropa y zapatos necesarios para el frío.
—Yo no lo sabía—dijo—. Yo pensé en Europa en medio del verano, no creí necesitar ni zapatos ni chamarra.
Por lo mismo había pasado mucho frío en los países bajos. Pero no se sentía mal con ello, lo contaba con gracia y aseguraba que sus chanclas eran muy cómodas.
Cuando la conocía ya tenía tres semanas viajando, había empezado por el norte, su viaje había sido Estados Unidos a Irlanda y de ahí pasar a Inglaterra, cruzarse a Europa y comenzar por el norte para terminar en el sur. El último país que visitaría sería Italia, y justo en ese ferri de Barcelona a Civitavecchia se acercaba irremediablemente al final de su travesía.
En cambio yo apenas empezaba.
Había llegado hacía unos pocos días al viejo continente,
Yo venía de la ciudad de México a Madrid con escala en Ámsterdam, había pasado una noche en Barajas y puesto que ya conocía Madrid en un viaje anterior que había hecho hace unos años cuando cursaba la preparatoria sólo pasé una noche en el pueblo de Barajas y me fui a Barcelona donde después de pasar unos pocos días decidí hacer un viaje por mar, cruzar el mediterráneo y llegar a Roma a través de Civitavecchia.
Entonces la conocí.
Me agradó desde el principio y desde ese momento platicamos.
Pasamos la noche juntos.
Había mucha gente de todas partes y pudo hacer amistad con cualquiera, pero algo vio en mí y algo vi en ella que de pronto nos encontramos en medio de la noche platicando cuando ya todos dormían.
Jugábamos a las cartas en el bar cerrado, en la popa del ferri, a cubierta, a lado de la piscina. El viento cruzaba nuestros cuerpos y la oscuridad llenaba todo nuestro ser.
No se escuchaba más que el viento resoplando en el mar y el barman hacía rato se había ido a dormir.
Todo se sentía apagado, no sólo las luces o la música, sino todo a nuestro alrededor.
En medio del mediterráneo, sin tierra a la vista y sin reconocer los puntos cardinales, parecíamos ser las últimas almas vivas o despiertas en ese instante.
Ella sacó su paquete de cartas compradas en el algún país del norte y comenzamos a jugar mientras conversábamos de nuestras vidas.
Le hablé un poco de la mía y la halló interesante aunque a mí me importa poco hablar de quién soy.
Y en cambio ella se mostró un poco apagada con respecto a la suya.
—No le veo sentido a escribir una carta de suicidio—dijo—. Si para cuando una persona decide quitarse la vida sus amistades o familiares no se han dado cuenta de ello no vale la pena confirmárselos con una carta explicatoria. Si han estado muy ocupados para notar el dolor de una persona que se supone que quieren, entonces puede irse a la mierda— y golpeó la carta en la mesa indicando que había ganado.
El juego era nuevo para mí y tardé dos partidas en descubrir exactamente cómo se jugaba.
—Si quisieras hacerlo—dije—, ¿cómo lo harías?
—De un balazo no, ni tampoco cortarme las venas, es muy agresivo y la idea de morir llena de sangre me da miedo.
»También se me hace muy cruel dejar el cuerpo ahí tirado para que lo encuentren Dios sabe cuántos días después. No podría hacerle eso a nadie. Al final de cuentas ellos no tuvieron la culpa.
»Tengo un amigo que un día llegó a su casa y descubrió a su hermano colgado del techo en su propia habitación.
»Mi amigo era muy chico y por más que quiso simplemente no pudo levantar el cuerpo para evitar que siguiera ahorcándose y ahí enfrente de él, su hermano respiró sus últimos segundos y murió ante sus ojos.
»La imagen aún lo persigue y desde entonces camina encorvado.
»La vida como que ya no la satisface y siento que hacer algo así es demasiado egoísta.
»El suicidio debería de ser secreto, sin envolver a los demás, sin hacerles daño. Si se ha decidido tomar ese camino entonces es un camino de soledad que no necesita involucrar a más gente. A veces, creo, que ni siquiera deberían de comunicarlo. No necesariamente deben de saber que murió, simplemente que ya no está a la mano. Conozco personas que hace mucho tiempo que no he visto, que ya se marcharon a vivir a otra ciudad, que quizá no vuelva a ver, pero siento que están ahí, viviendo sus vidas, teniendo una familia y siendo felices. No los pienso muertos y cuando suceda, tal vez ya ocurrió, ni siquiera lo notaré.
»Un suicidio debería de ser así, ni siquiera un despido, ni un chocar de manos, o un beso de despedida, sólo irse a otro lado sin involucrar a nadie en un asunto netamente personal.
La dejé hablando y la escuché claramente mientras trataba de ganarle a las cartas.
Se veía bonita a la luz de las estrellas y su cabello largo jugando con el viento era agradable a la vista. En su rostro había perforaciones, una en la nariz, otra más en el labio inferior izquierdo y tres más en las orejas.
No tenía la pinta de una maestra de primaria y su hablar no parecía tener relación con su persona.
—¿Tú cómo lo harías?—me preguntó cuando ganó a las cartas e hizo una expresión de molestia ya que odiaba barajar y repartir las cartas.
—No lo sé, en realidad no lo había pensando—dije mirando su tosco repartir de baraja y cómo golpeaba las cartas sobre la mesa—. Podría vivir un poco antes de hacerlo.
—¿Vivir un poco?
—Sí, tratar de hacer algo que no había lograr hacer y siempre quise, o degustar algo que nunca había probado.
—¿Cómo qué?—entregó la última carta y cada quien tomó su paquete para comenzar el juego.
—Quizá drogarme.
—¿Nunca te has drogado?
—Yo no, ¿tú?
—Sí, un par de veces—dijo y levantó una carta del mazo.
—Yo no, así que quizá podría drogarme. O emborracharme hasta perder el aliento.
—¿Tampoco has hecho eso?—preguntó sorprendida.
—No, tampoco. Yo no fumo, no me drogo, no tomo tampoco.
—Una vida muy diferente.
»¿Y tienes ganas de hacerlo? Digo, como para que sea lo último que hagas en la vida.
—En realidad no. Si no lo he hecho no es porque no haya podido, no es que tenga ganas de hacerlo y esté frustrado por no haberlo hecho. Oportunidades he tenido y muchas, si no lo hago es simplemente porque no me gusta, no me interesa.
—Ah, entonces está evadiendo la respuesta correcta con simples frases emotivas.
Pensé un momento en lo que dijo y después asentí.
—Tienes razón.
»Pero la verdad es que no sé qué haría si me suicidara. Supongo que ya nada, porque no importaría. Si decidiera hacerlo es porque estaría vacío. No habría nada en mi corazón, ni en mi alma que me hiciera vivir. No habría motivación y nada me sería suficiente. Ni una persona, ni un juego, ni un proyecto laborar o amistades. Simplemente sería un vacío tal que sería imposible caminar erguido.
»Mi pasos serían huecos, mi vista seca, con los ojos fríos sin una mirada fija en alguna parte, sin palabras salir de mi boca o letras escribirse en un papel.
»No tendría nada, por lo que no importaría qué pudiera hacer ni qué ropa traería puesta.
»Por lo que simplemente lo haría, supongo.
Y gané la partida.
Me tocó a mí repartir y ella se sintió satisfecha con mi repartición.
—Sí, supongo que tienes razón. Pero, ¿involucrarías a alguien más?
Me quedé callado. Dudé un poco.
—¿Qué alguien lo notara, dices?
—Sí, dejar el cuerpo cerca, escribir una carta, o quizá hacerle saber a alguien crucial en tu vida que te importa por última vez.
Pensé un poco antes de responder y asentí un poco.
—Sí, tal vez sí.
»Una vez me despedí de alguien en un viaje que haría en autobús. Ella me mandó un mensaje diciendo: “buen viaje”. Yo le respondí: "Si me estrello te marco para hablar contigo mientras estoy muriendo".
—¿Qué te respondió?
—“Asegúrate de tener crédito suficiente”.
—Jeje—rió suavemente y siguió jugando.
—Esa imagen de mí, muriendo entre la volcadura del autobús, lleno de sangre, con cadáveres a mi alrededor, con metal de los asientos atravesados en mi cuerpo mientras hablo con ella por teléfono diciéndole lo mucho que la quiero y lo tanto que disfruté estar a su lado, aún se me hace agradable.
—Sí, es buena imagen—dijo—, pero es involucrar a alguien. No creo que ella se haya sentido bien si ocurriera. Me la imagino con lágrimas en el rostro y los ojos cerrados, tal vez la mano en la frente y sin poder hablar sólo escuchando tus últimas palabras. Y lo peor de todo, lo más horrible de ese instante no sólo es cuando finalmente fallecieras, sino el tener que colgar el teléfono.
»Por mucho que estuvieras del otro lado del auricular, muerto, ella sólo escucharía el vacío, quizá el sonido del ambiente del accidente, unos gritos a los lejos, movimiento de la gente, qué se yo. Pero tú ya no estarías, ya no oiría tu voz, ni tu respirar agotado. Ya sería un vacío, y tendría que colgar. Colgar quizá para marcar a la policía e informar del accidente, o colgar para conservar el crédito en el celular o colgar porque simplemente ya no tendría caso seguir con el celular junto a la oreja.
»Y cuando ella colgara, todo su ser se desvanecería.
»Lo peor sería eso. Oprimir el botón de finalizar llamada y convertir el celular en un aparato más para recibir llamadas y enviar mensajes. Y todo se borraría como un suspiro.
»No, yo no lo haría.
»Y no sé qué podría hacer.
—Yo tampoco respondí—y pensé en lo que dijo.
Pensé en la chica y aunque me gustaría hablar con ella en mis últimos momentos de vida, consideré que Sarah tenía razón y sería demasiado dolor para ella estar a mi lado aunque sea de manera virtual.
Así que decidí no hacerlo.
Pasara lo que pasara, nadie debería de enterarse al momento de mi muerte.
Mi muerte debería ser algo personal y no debería involucrar a nadie. Justo como Sarah lo había estipulado.
Pero Sarah no lo hizo.
En cambio, me miró a los ojos, dejó las cartas en la mesa, y me besó.
Me besó en medio de la noche, debajo de las estrellas, con el ruido del mar como único sonido y me dejó tocarle los senos.
Hicimos el amor ahí mismo, en la mesa, en el piso, en la parte del alta del crucero y pasamos la noche en su bolsa de dormir con nuestros cuerpos desnudos pegados el uno junto a la otra.
—¿Y qué fue de ella?—me preguntó—De la chica de quien querías despedirte.
—Ya no la veo, nos separamos finalmente. Ella se fue por su lado, y dejó que yo me fuera por el mío.
—¿Pasó algo malo entre los dos?
—Al contrario—dije y no volví a tocar el tema.
Cuando desperté me encontré solo en la bolsa de dormir. Los rayos del sol me molestaban, recién amanecía el día y el sol del mediterráneo me despertaba a golpes en el sol.
Comenzaba a llegar la gente del barco, unos pocos trabajadores para limpiar el bar y comenzar la rutina diaria del crucero. Yo giré la cabeza buscando a Sarah pero no estaba a mi alrededor.
Busqué mi ropa y me la puse para levantarme, cuando descubrí la suya a en el suelo. Sus calzoncillos, su sostén del traje de baño, su playera e incluso sus chanclas.
Su mochila estaba cerrada y no había indicios de que la hubiera abierto para tomar otro vestuario.
Me vestí enseguida y supe que estaría bañándose, pero no fue así.
El baño estaba cerrado y no había manera de que hubiera bajado completamente desnuda al interior del barco.
No me la imaginaba en los casinos, en los restaurantes o en las pasillos de los camarotes desnuda deambulando sin rumbo fijo. Aún así la busqué en todos lados.
Pasé por los 10 pisos del barco, crucé todos los pasillos, entré en todos los establecimientos y la busqué en todos los baños.
Sarah no apareció y permanecí en la popa esperando a que regresara.
La gente comenzó a acumularse.
Llegaron visitantes de todos los países, los había de Dinamarca, de Corea del sur, de Francia, de Bulgaria, de Canadá y de países que en mi vida había escuchado.
De pieles oscuras, amarillas, bronceados, o de tonos rosados.
Unos rubios, y otros morenos.
Mucha gente que se divertía en el bar, comían alimentos preparados, galletas compradas días antes o pedían a la carta del restaurante.
Otros más se bañaban en la piscina o se tostaban dormidos en el piso en las sillas de la popa.
Mucho ruido, música ambiente y conversaciones en varios idiomas.
Yo no hacía nada, sólo esperaba a lado de su mochila, con su ropa en mis brazos y tratando de ver cada uno de los rostros de todos esos turistas su mirada y reconocerla entre el gentío.
Pero Sarah no llegó.
El sol cruzó el cielo hasta que la noche cayó y anunciaron el arribo a Civitavecchia.
Aún así permanecí a lado de su mochila y me obligaron a caminar hacia la salida del barco.
Transportaron a toda la gente al puerta y nos sacaron del barco anunciándonos un autobús particular con dirección a la estación de tren donde podríamos tomar la siguiente salida a Roma.
Pero yo pasé la noche en el puerto, esperando su llegada cargando su mochila y su ropa en la mano izquierda.
Aún olía a ella.
Todo olía a ella, incluso sus chanclas que se detenían de mis dedos anular y meñique sin dejar que se cayeran.
Pero no llegó.
En cambio la noche pasó y llegó el día.
Ante mí sólo estaba el gran puerto de Civitavecchia, y entre los barcos a diversas direcciones, alcanzaba a vislumbrar el mediterráneo a lo lejos y lo sentía.
No quería decirlo pero lo sentía.
Podía imaginármela desnuda danzando entre las olas del mar y haciendo exactamente lo que dijo que no haría.
Dejé la mochila en el suelo, ni siquiera guardé la ropa o acomodé las chancla en el piso, sólo me di la vuelta atrás y caminé sin pensar en ella.
No quise buscar una carta, sabía que no había, ni quise revisar su maleta para hallar nada, era un asunto personal.
Sólo me despedí de ella, pensé en su rostro sonriente al jugar las cartas y como se mordió el labio cuando hicimos el amor.
Nada más.
Caminé a la estación de trenes, tomé el próximo a Roma y me encaminé a la Basílica de San Pedro.
Pagué el cuarto de una pensión por tres días de estancia, me di una ducha y me eché a dormir por cinco horas antes de salir a la calle y mezclarme entre los cientos de turistas que se trasladan a Roma a conocer la Capilla Sixtina.
Parecía cualquier cosa menos una escena de película.

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